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domingo, 25 de julio de 2010

Nuestro epitafio


Hace muchos años, al lado de la puerta del cementerio de Ayoó, había una tablilla con una inscripción: Un epitafio. Estaba escrita con los abecedarios que usaban los carpinteros, que eran piezas rectangulares de latón troqueladas, una para cada letra, a las que se aplicaba pintura para marcar o escribir sobre madera o metal, ya fueran carros, máquinas de limpiar, trillos o cualquier otro apero de labranza.


Parece ser que el promotor de la tablilla fue un Ayoíno emigrante, Luis Lozano, en una de sus pocas visitas desde Argentina, aunque fue de un año de duración. Se le recuerda de baja estatura, un poco rechoncho, siempre con un pequeño sombrero y con un decidido caminar. No fue el primer ni el único cementerio al que se le puso en sus muros un epitafio, éste concretamente todavía se conserva en alguno. Parte de él es muy antiguo, “Quod tu es, ego fui; quod ego sum, tu eris”, (Lo que tu eres, yo fui; lo que yo soy, tu serás), fue incluso el epitafio de un famoso pirata, y originariamente era un aviso para los caminantes que se acercaban a algunos cementerios paganos, y pedía respeto para sus sepulturas. Se ignora el autor que lo cristianizó suplicando una oración, aludiendo al ciclo de la vida como reclamo moral. Aquella madera no pudo con la intemperie, y parece que nadie la restauró, condenando su contenido a la memoria cada día más débil de nuestros mayores. Al margen de convicciones políticas o religiosas, que haberlas “hailas”, veo y creo factible y necesaria la recuperación de éstas pequeñas cosas que hacen grandes nuestros pueblos. También ignoro los motivos de su colocación, si es que estuvo o hubo otra antes, y su procedencia, pero a mi me ha gustado… ¿y a vosotros?


Un padrenuestro te pido
por caridad, buen hermano,
mira que tarde o temprano
tienes que venir aquí.
Lo que tu eres, yo fui;
lo que yo soy, tu serás,
y entonces te alegrarás
que te lo recen a ti.

El pejo



Sólo hay que darse una vuelta por la calle Peñacabras para contemplar una rudimentaria y nostálgica cerradura: el pejo. Excepto por los clavos de sujeción, 100% madera, inútil para esconder dinero o joyas, desde luego, pero económica y eficaz para encerrar paja, ganado, aperos de labranza, leña, y mucho mejor, las telarañas que hoy en día guardan. Una llave con forma de peine con pocas púas, casi siempre tres, se introduce dentro de una ranura lateral de la cerradura, y elevándola horizontalmente permite correr el pejo para “destrancar” la puerta. Sencillez, humildad y nobleza al servicio de la gente sencilla, humilde y noble del pueblo. En Ayoó, ya se sabe, nadie roba lo que es suyo, y como garantía de que esto ocurra, tenemos el pejo en la puerta.





El boquerón


Pez teleósteo, fisóstomo, semejante a la sardina, pero mucho más pequeño. Abunda en el mediterráneo, y parte del océano y con él se preparan las anchoas. Se trata de una especie de engraulis encrasicholus.
Así de entretenida se nos muestra la definición de boquerón en un diccionario de la RAE. Y digo yo: ¿Dónde salieron éstos sabios con sus libros gordos que desconocen el “seco” boquerón? ¿No será que debaten sus elucidaciones en los bares y nuestro boquerón no estaba de tapa? Si al menos uno de ellos alguna vez hubiera estado guardando paja, subido en el carro con las pernillas, las armaduras y las sogas, agarrado a la bienda, con los ojos cegados por la munia, y la ropa acribillada de argañas, nuestro querido boquerón figuraría en letra de imprenta, como Dios manda. Yo lo definiría como una ventana mal hecha, o simplemente el hueco fallido, o un buen intento de un mal albañil, no sé, a lo mejor los sabios lo conocían, pero no lo tuvieron claro, no se pusieron de acuerdo en su definición y por eso no aparece en los libros. Lo que está claro es que no hay un mal pajar que no tenga un buen boquerón.



martes, 6 de julio de 2010

Las carrúnias


En un paseo por Ayoó podríamos descubrir una casa de arquitectura antigua, más de 50 años, diferente de las demás. Su estructura no encaja en el tipo de construcción rústica ni moderna de la zona. Claramente, la mampostería de la fachada, sus grandes ventanales, sus puertas talladas, o el tamaño de la obra en sí, indican una distinción especial. Es la casa del señor Laurentino, en la calle de la Iglesia, y el mismo nos ha contado su historia.


El plano de la obra, algo impensable en aquella época, lo envió su hermano D. Antonio desde Buenos Aires, y para sus 32 metros de fachada, 6 de altura en la parte delantera y 9 en la trasera, se necesitó una ingente cantidad de materiales. Ladrillos, piedras, barro, paja, madera, tejas, tierra… y a finales de la década de los cuarenta, fecha de comienzo de la obra, el único método asequible de transporte eran las carreterías, las carrúnias, que se denominaban en Ayoó, que eran vecinos, familiares, amigos o contratados que durante un día ofrecían su trabajo y su carro de vacas para el transporte de materiales, casi siempre dos viajes por la mañana y dos a la tarde. Cuenta el señor Laurentino que para la piedra se dieron dos carrúnias de 20 carros, al monte, tras muchísimas jornadas de extraer, seleccionar, y amontonar el material, con el inconveniente, como le sucedió a él, de tener que desechar una excelente cantera cuando ya tenían suficiente acarreado. Sin duda, suerte para el que fue detrás, cuenta con lástima. Porque no toda la piedra era buena para construir, se necesitaban piezas especiales para las esquinas, “llaves” o “traviesas” para unir los dos “lienzos”, que son las dos caras, interior y exterior de la pared, piezas mas o menos rectangulares para dar estabilidad, las piedras redondas se “picaban” para darle “cara” y las mas pequeñas se usaban de relleno y para ahorro de barro. Éste se amasaba a primera hora de la mañana, mezclándolo con agua y paja, y dejándolo reposar mientras se almorzaba, preparando el suficiente para toda la jornada. Al terminar las carrúnias, era frecuente una comida para todos, como una fiesta, en agradecimiento por la colaboración prestada. Por madera ya serrada y lista para su uso se dieron dos portes a S. Esteban de Nogales con 8 carros, por valor de 13000 pesetas, y a Nogarejas, a diferentes proveedores. Las vigas de aire, las principales del tejado que son de 11 metros de largas, solo se podían transportar una en cada carro, además con extrema dificultad, debido al peso y al lamentable estado de los caminos. Esta madera se serró en Congosta, en el molino del ti Silverio, con una sierra de cinta movida con la fuerza del agua, aunque ésa es otra historia a la que le dedicaremos otro tiempo.


Como anécdota, una noche cuando volvía de alguno de sus muchos viajes, bajando la pedrera le salieron dos lobos, dándole un buen susto que aún hoy recuerda, aunque con un par de voces volvieron al monte tan asustados como él. Eran frecuentes los encuentros con lobos, por la abundancia de éstos y por los muchos viajes andando o a caballo que se solían hacer, casi todos a altas horas de la noche o a primeras de la mañana, para aprovechar mejor el tiempo. Pero volvamos a la obra. En los trabajos participaron las dos cuadrillas de albañiles que había en Ayoó en aquellos años, El ti Juan Antonio, el ti Ángel, el ti Pepe, el ti Eugenio, el ti Bernardino, el ti Olegario, el ti Anselmo, el ti Prudencio y Vicente “el diablo”, (apodado así por la excelente interpretación que tenía en las comedias del personaje maligno, ya fuera demonio o diablo), aparte de otros que sin ser profesionales también echaron una mano.


Las paredes interiores se levantaron con 190 bloques de tapia, de aproximadamente 2 m de largo por 1 de alto, lo que supone ¡más de 300 metros cúbicos de tierra!, toda movida con herramientas manuales y transportada con carros, elevada a hombro en cestos de mimbre por escaleras y compactada con un pequeño mazo de madera. La tapia, economía y calidad para un material tan despreciado como desconocido. Cuando la casa se encontraba en un avanzado estado de construcción, 3 ó 4 metros de altura, la gran cantidad de jornales comenzaron a preocupar a los trabajadores, fue necesaria una reunión para garantizarle el sueldo y proseguir los trabajos, que ya continuaron felizmente hasta el ramo, grata tradición en la que tras colocar un ramo florido a modo de bandera al terminar una obra, se hacía una comida invitando a todos los que habían participado en ella, con el aliciente tanto de la cantidad y calidad de comida como de vino, bienes relativamente escasos en los años en los que se desarrolla ésta historia. Quiero destacar la convivencia, la solidaridad, el apoyo y la armonía que se disfrutaba en los pueblos, el todos para uno y uno para todos, el qué tengo que te pueda hacer falta, el si me necesitas ya sabes dónde encontrarme, y otros valores desgraciadamente hoy en decadencia. Nuestros pueblos se construyeron así, esfuerzo, sudor, penurias, miserias, carencias… pero perseverancia y tesón, por eso invito a mirar nuestras viejas paredes con otros ojos, con los de la comprensión, porque si vemos tierra, piedras y palos, hay que sumarle historias como ésta, y después… valorar.