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viernes, 10 de noviembre de 2017

A Celso y Geno, panaderos.


Algo bueno tenía que tener hacerse mayor en el tiempo, y una de las cosas es el recordar. Tiempos peores o mejores, da igual, siempre que nos quedemos con la parte buena de cada cual. Puestos a recordar, qué mejor ocasión que ésta para volver, en mi caso un medio siglo atrás, para rememorar preciosas costumbres relacionadas con el único alimento que es, además de un manjar, parte de la oración cristiana por excelencia.

El pan está en el centro del Padre Nuestro (en la actual traducción al español está después de 28 palabras, la número 29, y quedan otras 28 para el final, comprobadlo). Es, según los Evangelios, composición del mismo Jesús de Nazaret, y ya dejó constancia hace dos milenios (aunque sea metafóricamente) de la importancia del pan de cada día; somos muchos los incapaces de comer sin buena cantidad de pan en la mesa, los que nos molesta ver el pan “al revés”, y no nos resistimos a colocarlo debidamente, y los que nos ofende tirarlo a la basura, y cuando sin querer se cae al suelo, recordamos que de niños nos decían de recogerlo y besarlo posteriormente.
¡Cuánto van cambiando los hábitos!

Algo tan especial como el pan es obra de gente especial, no me cabe duda. Antiguamente, cada familia hacía su pan en casa. Y eran casi siempre las mujeres las encargadas de elaborarlo, con un hermoso ritual de respeto en la preparación de la mezcla, en compartir la masa madre, en arropar el reposo de las porciones, en el arrojado del horno, y en abrigar el pan una vez cocido. Ningún alimento se cocinó con tanta veneración, hasta el punto de ser común hacer una cruz sobre las piezas sin cocer, o rezar antes de tapar el horno.

El auténtico pan se compone de harina, preferentemente de trigo, agua, sal, levadura… y cariño. Solo la desangelada industrialización se ha saltado este último componente; el mucho y muy deprisa degrada los productos alimenticios mucho más que a cualquier otra cosa, de eso sabemos quienes vivimos cerca de lo natural.

En el método tradicional la harina se vertía en un recipiente de madera conocido como masera (que viene de amasar). Después se practicaba un hoyo en el centro, y se añadía agua caliente. A continuación la masa madre, que se guardaba y compartía con los vecinos en un recipiente de barro (el urmiento o recentadura en nuestra comarca), y la levadura se desmenuzaban en el agua, se añadía sal y comenzaba a mezclarse agua y harina, primero despacio y después con energía, hasta hacer una pasta que se dejaba “dormir” arropada con una manta. Al cabo de unas horas se hacían las formas, normalmente redondas (hogazas), una más delgada (la torta) y si había niños un muñeco llamado “maragato”, y se volvían a tapar. Entonces se encendía el horno con urces o jaras (sigo hablando de nuestra comarca); labor llamada “arrojar” (poner al rojo) el horno, y es que el color interior, o unos testigos de ladrillo incrustados en el fondo, talmente parecían enrojecer al alcanzar la temperatura adecuada. Al acabarse de quemar la leña se recogían los rescoldos y la ceniza con un útil de nombre variado, aquí el “cacho”, un palo largo con otro corto atravesado. Luego se barría con otro palo, el “organero”, al que se le ataba la “mundilla”, una escoba de pajas de centeno, o vegetal, en la Valdería se usaban los helechos. Éstos útiles se tenían metidos en agua, para que no se quemasen por la elevadísima temperatura. Una vez preparado el horno, se meterían las piezas por medio de una pala, también de madera, tapando después la entrada, la “boca”, con una puerta metálica. Se moverían al cabo de un buen rato, y entonces se sacaría la torta y el “maragato”, que por tener menor espesor deberían estar cocidos. Cuando el panadero, o la panadera, estimase conveniente, sacaría el resto de pan almacenándolo en la masera y cubriéndolo de nuevo con una manta, para que enfriase despacio.

Y por ser el pan obra de gente especial, sirva este artículo de homenaje a una familia encuadrada perfectamente en ésta categoría, quienes han defendido hasta la jubilación la única panadería de Ayoó de Vidriales. Ellos son Celso y Geno, sobra decir que muy conocidos y apreciados en Vidriales, y en los pueblos aledaños de Cubo y Molezuelas.

Allá a principios de los años 80 tomaron el testigo de otra familia de panaderos, los padres de Geno, quienes a su vez hicieron lo mismo de los abuelos. Era un matrimonio joven, con dos hijas pequeñas, Yolanda y Cristina, y un tercero encargado solo un par de meses antes, Celsito, que en vez de traer un pan bajo el brazo trajo una guitarra.

Venían de Madrid, donde Celso había trabajado en una panadería industrial 6 años, y otro montón de tiempo en la Barreiros, y Geno la no poca tarea de la familia y el hogar. La idea era probar, y probando, probando se le han ido 34 años como un suspiro, defendiendo el negocio con calor o nieve, en fiestas y vacaciones, todos los días de cada año; en esa casa siempre hubo pan para quien lo necesitó.

El último día, ya repartida la masada definitiva, recordamos tiempos pasados: antaño, el viejo panadero yendo a repartir con dos caballerías, atada la cabezada de una al rabo de la siguiente, ambas rodeadas de fardelas llenas de hogazas. Después ya llevaba el carro, y por fin una furgoneta Saba de color verde claro, que no daba más que problemas mecánicos, me cuenta como anécdota. Luego una “Cirila”, la Citroen 2CV, y luego otra, que fue la primera de reparto de Celso. Se hizo pequeña, y pasó a la Nissan Vanette, a la Peugeot Boxer, La Ford Conect, la Volkswagen Transporter, la Renault Trafic… Un verdadero muestrario y siempre el mismo pan, que se esperaba pacientemente al toque de bocina en los pueblos de la contorna. Pan y bollería, y empanadas, y “picas”, y cuando no, los extraordinarios asados en el horno calentado con leña, porque no hay nada como lo natural.

Al final de la carrera está el podio, y en éste el premio a la constancia, al esfuerzo, a la dedicación… no es continuar o incluso ampliar, o mejorar; es, tristemente se mire como se mire, el cierre del negocio. La frialdad del horno ha contagiado a estanterías y expositores; pero como hacen las buenas semillas, algo ha de morir para comenzar una nueva vida. Echaremos en falta ese olor mañanero a pan recién cocido y envuelto en sonrisas, pero también es inevitable alegrarnos porque se acabaron los interminables madrugones, los nervios, y los problemas burocráticos que asfixian mucho más que el trabajo mismo, ya que lo demás era “solo” harina, agua, levadura, sal, y… cariño.

Cuando una estrella fugaz se apaga, se suele pedir un deseo; con vuestro horno apagado voy a desear…
que Dios os lo pague, con largos años de salud y paz.





El grupo "La Decena" rindiendo homenaje a un amigo que se jubila:


Prensa:

YouTube: Celsito a sus padres:

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