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domingo, 30 de agosto de 2015

La bici de papá.



A Santiago, con infinito aprecio:

Bien sabías, Santiago, que tu regalo calaría muy hondo; de lo poco que me conoces has captado mi sentimentalismo para esas cosas, y la verdad, a ver quien no se enternece al encontrar en sus manos, como nueva, la bici de papá. La recordaba más grande; evidentemente yo era más pequeño. También me parecía más pesada, cuando en realidad me faltaban fuerzas para moverla, o pedalear “por debajo de la barra”. La veía recia, inestable, difícil de maniobrar sin riesgo de accidente… ahora la encuentro ligera y manejable, y hermosa, que incita al paseo y a la diversión. Cuánto he cambiado, y tú cuánto has cambiado aquella bici que colgaba polvorienta de las vigas del pajar, y que en honor al aprecio que mi padre sentía por ella, consintió sacarla de casa sólo para guardarla en otra; demasiadas correrías merecían preservarla para un destino y un uso, como ves, sempiterno. ¡Hay!, si Honorio pudiera saber donde ha acabado su legado…

Se la compró a Felipe, aquel hombre de Felechares que a mi me parecía como un druida misterioso, con su fragua, sus remedios ancestrales y sus arreglos para casi todo. A Felipe le llamaban “el perrero”; no sé con certeza por qué, solo me lo imagino y por eso no lo voy a decir. El caso es que por entonces él ya tenía una moto, y la bici, para su corpulencia, no le hacía apaño ni servicio. El trato lo cerraron estando mi padre haciéndole alguna reforma, o recorriéndole el tejado, que de aquella era su especialidad. Un apretón de manos y el abono correspondiente, o quizás con trueque o una merienda, y la bici continuó rodando por los serpenteantes caminos valderienses, que todavía tardarían en conocer la comodidad del asfalto. Eran por los años 70, y el nuevo amo la usaría sin descanso casi una década, y la cuidaría al menos otra más, hasta que la depositó en tus manos, amigo Santiago.

Yo la cuidaré y mandaré cuidar también con mimo, y la conduciré y diré de llevar con mesura, como mi padre hacía. En su día fue su herramienta de trabajo; con ella recorría la Valdería en sus negocios y quehaceres, con ella creó una familia y se afanó en que en casa no hubiera lujos, pero si dignidad. Pero la compra de aquel “cuatro latas” blanco de 3 velocidades, en cuanto mi hermano mayor sacó el carnet, arrinconó la bici y la despojó del galardón de medio de transporte imprescindible. No era lo mismo ver el bicho despanzurrado en el parabrisas, o el frío a través de la ventanilla que sentirlo todo en manos y cara; y con unas pesetas de gasolina las piernas llegaban descansadas al destino. No era lo mismo, era el progreso.

La bici ha perdido la pintura original, y con ella su marca serigrafiada de fábrica en la barra de abajo. Podríamos dudar si es Orbea, que era “buena pa la carretera” o BH, considerada “mejor pa los baches”; pero no, como todo lo bien hecho, conserva todavía su chapa original de latón bajo el manillar: Peugeot. Como también los varios apaños que el bueno de Felipe le hizo expresamente en su fragua, algunos soportes y un robusto portabultos para llevar bien asidas sus herramientas y demás telares. Lo único que echamos en falta es un barrigudo avioncito, creemos recordar que de color azul, que le había hecho y puesto encima del guardabarros delantero, para que el viento del avance hiciera girar la hélice; genialidades de artesano.

Te agradecí de palabra, con las pocas que conozco, lo que hiciste por la bici, lo que has hecho por mi familia, y por la memoria de mi padre. Ahora te lo diría con calma, y con todas las acepciones del diccionario, pero nada sería suficiente porque el primer regalo traía uno segundo bajo el brazo, con forma de carpeta, y con la condición de abrirlo una vez te hubieras ido. Te agradezco la idea, pues has terminado emocionándome, y es más fácil de sobreponerse en soledad. Tu escrito ha removido los cimientos de mi memoria, y han ido aparecido escenas si no olvidadas si adormecidas de otros tiempos y otros menesteres. Pensándolo bien, con tu generosidad y saber decir no has podido añadir más años a la vida de mi padre, pero si has dado más vida a todos aquellos años. En su nombre reitero infinito agradecimiento; si él y su bici te apreciaban, yo y la que ya es mi bici, mi tesoro, no podemos ser menos. Un abrazo, amigo, y que Dios te lo pague.


A HONORIO.
De mi consideración y afecto.
Mi primer recuerdo de el se remonta a  los primeros años de la segunda mitad del siglo pasado, habiendo sido el hecho que propició esta situación,  la representación de una de aquellas “comedias”  que con periodicidad anual y a lo largo del invierno  se echaban en el pueblo  al rincón de La Rebarilla.
Es una de esas fotos imborrables de cuando eres niño que con el paso de los   años permanece  nítida y fresca como cuando ocurrió y que cuanto mas tiempo pasa, menos se olvida.
A Honorio, todavía le veo como uno de aquellos mozos de antes: Atrevido valiente, orgulloso,….; hijo del ti Agustín, (“el del caño”) y la ti Avelina.
 Era una  noche de invierno en la que de forma suave pero persistente se dejaba caer la lluvia.
 Por la mocedá del pueblo se iba a representar: La Vida Es Sueño,   de Calderón de la Barca y antes de comenzar  la misma (varias veces aplazada), Honorio participaba como protagonista en uno de aquellos sainetes que para abrir boca se anticipaban a la obra principal.
El público y en invierno, ocupaba la calle al raso; los hombres, con chancros en los pies, boina a la cabeza y envueltos en las típicas mantas rajonas de entonces llamadas tapabocas, embozados con ellas y arrodiando el colegial  al cuello para protegerse del frío. Las mujeres, con galochas en los pies y pañuelo a la cabeza, tapadas con mantones y mantillas, que a su vez servían para resguardar de las inclemencias del tiempo a los rapaces pequeños que llevaban cogidos en el cuello. Yo era uno de ellos.
La representación estuvo a punto de suspenderse por que la pertinencia de la lluvia hacía casi imposible la misma, ya que las sábanas que cubrían por arriba al escenario, tenían  acumulada sobre ellas tal cantidad   de  agua que se hundían hacia abajo,  mojando el suelo de tablas sobre el que se moverían los comediantes.
A la luz de los candiles de carburo, el público esperaba con impaciencia que el tiempo mejorase, y, a poco que lo hizo,  en un arranque de valor, los intrépidos mozos-actores, dieren comienzo al espectáculo. A la voz del apuntador: ¡Telón!, Los encargados de hacerlo deslizaron la cortina por el hilo de alambre del que pendían las sábanas con las que se adornaba esta parte del escenario.
De inmediato, Honorio apareció ante el público y puso en marcha el sainete. Se trataba de hacer reír, y vaya si lo consiguió. No recuerdo el argumento, pero si que  se presentó  ante los asistentes vestido con una ropas que  le hacían parecer mucho mas gordo de lo que realmente era. De las ocurrencias del actor, el personal se reía  a carcajada limpia o “mandíbula batiente” (como se decía por allí), cuando nuestro protagonista se movía por el escenario y  a sus anchas, relatando el contenido de su papel y haciendo gestos y movimientos que provocaban la risa; máxime, cuando unido a estos y al grito de ¡cuanto me duele esta!;…o, ¡la tengo a punto de reventar!, del cuerpo del actor salía una explosión que producía un ruido similar al de  un petardo con el cual el público disfrutaba riéndose como nunca.
Muchos años después, comentando el tema con el, me aclaró que en el relato del sainete tenía que representar a un personaje que padecía “almorranas”, las cuales se le hinchaban tanto que reventaban a consecuencia de su tamaño.
 Para hacer esto verosímil, Honorio llevaba alrededor de su cuerpo y escondido entre las ropas, unas cuantas vejigas de cochino (entonces no se conocían los globos), que previamente había llenado de aire, y cuando el guión  lo exigía, explotaba cada  una de estas revolcándose por el suelo  simulando  dolor, que en el público producía todo lo contrario: risa.
La unión del texto con el ruido  hacían vibrar al público, generando entre los asistentes la carcajada y el regocijo de manera generalizada.
En aquellos tiempos y en el pueblo, cuando  alguien actuaba con este cometido en las representaciones,  en vez de cómico (como se diría ahora), se le llamaba “gracioso”.
¡¡Acertada palabra para definir ese papel.!!
Pero, muchos  mas  años  y cosas se han sucedido desde entonces a hoy, a lo largo de los cuales, mi recuerdo de Honorio  conserva historias entrañables que merece la pena relatar: Como cuando me contaba la orgulloso que estaba de la parral que tenía en su casa  y que con la poda había extendido y acomodado por todo el tejado de la parte baja. Parece que aún le estoy viendo cuando desde la pequeña terraza, que daba salida de la vivienda al corral, me decía que la cosecha de esta planta le daba para llenar una cuba de vino: Hasta 16 “talegotes” de uvas había recogido un año. Cómo cuando presumía de su casa, aseverando que en todo el pueblo no había otra mejor, ya que ninguna, salvo la suya, daba a tres calles. De la granja de peces que mantenía con el agua del “pocín” de la marra de Calzada en la cuneta de la finca de “entre los regueros.” De cómo salieron de la carretera con el cuatro latas viniendo de Felechares, al intentar matar una avispa que se había colado por la ventanilla dándole con la boina, yendo a parar a una tierra de patatas y sin que del accidente resultara percance alguno. De cuando hicimos  el  negocio de la compra de la máquina de limpiar del bisabuelo Pablo, que el, a su vez,  había adquirido a mi tío Antonio  Molinero, así como de la tratación, armonía y amistad que mantenía con este. De cuando le compré la bici de Felipe “El Perrero”, que sacamos de la casa de la carretera en San Félix y del regalo que me hizo entonces, obsequiándome con una fiambrera de madera en dos piezas para guardar “la ración” y que con cariño y aprecio conservo, así como de la forma en que en una ocasión, cuando le invité en el bar, pidió  un vaso de vino. Cuando el camarero se acercó, le dijo: ¿Honorio, que tomas?. Este la contestó:  “ponme otro ”p´a llevar”.
Con frecuencia, recuerdo esta expresión, reflexionando muchas veces sobre el contenido de la misma, los  matices que puede tener y la sabiduría que encierra; tanto, que creo que nadie haya pedido en el bar una consumición con esta letanía.
Había que se originales para ello y Honorio, sin duda, lo era.
No solo en esto sino en otras muchas cosas: Tengo en el recuerdo ”la foto” de cuado en verano, y para tomar el fresco, se sentaba en la escalera, a la puerta de su casa con el cigarro encendido, aliviándose por un rato de los calores veraniegos y las fatigas del trabajo; de lo contento que se sentía  por lo bien que estaban sus rapaces en Cadaqués, contándome sus viajes a verlos como auténticas aventuras de las que, junto con su esposa disfrutaba; del legado de herramientas y utensilios que el Honorio agricultor, albañil carpintero, comediante, pescador, etc. nos dejó como recuerdo. Tanto y tanto, que todo ello  daban a su personalidad  un carácter irrepetible, con un sentido del humor del que  nunca se desprendió. El, no discutía con las personas ni “porfiaba”; antes de enfadarse, las dejaba, el seguía con sus bromas y chanzas. No cambiaba, era como si su papel de “gracioso”, aquel con el que yo le conocí por primera vez, hubiera formado parte de su vida, ejerciéndolo a lo largo de su existencia.

Hasta siempre, amigo.
Ponferrada, noviembre de 2012.

Fdo. SANTIAGO CRESPO GARCIA















lunes, 17 de agosto de 2015

Calzada: pueblo pequeño, fiesta grande.
















La comarca de la Valdería abarca tres municipios, Castrocontrigo, Castrocalbón y San Esteban de Nogales. Algo difícil de entender, pues mientras el río Éria que le da nombre (Valle del Éria – Valdeléria - Valdería) se ramifica por la Cabrera, y continúa solitario hacia el padre Órbigo hasta Manganeses de la Polvorosa, solamente da apellido a 6 pueblos, a saber: Morla, Torneros, Pinilla, Felechares, San Felix y Calzada, en sentido descendente. La comarca de la Valdería se me antoja como un oasis toponímico en medio de un vergel geográfico.


Su gente es especial, sobre todo la que ocupa la parte media-baja del valle; me lo repiten sin adulación cuando digo que nací por allí. Dicen que es tierra de gente noble, desinteresada, y una excelente anfitriona para con sus convidados. Solamente hay que ver sus reuniones, sus convites, sus verbenas… Pues de los hechos nacen los dichos, y de mi reflexión sobre un reciente fin de semana este nuevo aporte: El tamaño de una fiesta es inversamente proporcional al del pueblo que la organiza. Ejemplo: Calzada de la Valdería.


El motivo era una concentración de Pendones; el motivo o más bien la excusa. Otras excusas son honrar a su patrón El Salvador (San Sogracio, que dicen los de Castro), o la invernal y de puchero, a San Antonio Abad. El resultado, unas grandes fiestas de convivencia con un denominador común: la unidad. Esta vez las enseñas del viejo reino ondearon valle arriba desde Castrocalbón, arribando al Sagral cuando todo estaba preparado para el banquete. Pero antes un poco de baile y un aperitivo en el chiringuito, como Dios manda.


No sé cuantos éramos, ni me molesté en contarnos; tal era el grado de hermandad. Solo vi que en torno a una gran paellera, que hubo que mover con un camión, se aunaron esfuerzos para servir las mesas que se extendían sobre la hierba, bajo los chopos que bordean el “pozo”, ese viejo ramal del Éria que, si nadie lo remedia, pronto volverá a ser cauce. Atención exquisita, a juicio de los comensales, que dedicaron mesa y mantel a conversar con amigos y extraños con la armonía y alborozo propios de las pendonadas. Y nada que decir del menú, excepto más alabanzas, que no me importa añadir porque aparte de ser la verdad, soy yo el que presiona las teclas. Ninguna concentración de Pendones es “una más”, todas son únicas y especiales; y verme en mi pueblín, tan bien rodeado de amigos me ha alegrado el día… y el resto de días hasta que volvamos a repetir el encuentro.


El día anterior, sábado 18 de julio, coincidiendo con la festividad de Santa Marina, las campanas llamaron a misa en la iglesia parroquial para honrar a dos personas. Una era la mujer mártir, del siglo II, que le dio nombre al pequeño pueblo desaparecido “en bajo la Marcilla”, y la otra una pendonera incondicional, Mari Luz, recientemente fallecida. Al terminar la ceremonia, la familia de nuestra amiga recogió dos condecoraciones a título póstumo: una de la Asociación del Pendón de Calzada de la Valdería, y otra de la Asociación de Pendoneros de León como Pendonera Honorífica. Ha sido inevitable esquivar las lágrimas, paradójicamente el cariño también se demuestra así, con la mirada borrosa, pero con la memoria lúcida y brillante. La buena fiesta también se compone del recuerdo para los que han faltado contra su voluntad; se les echa de menos en la calle, en el baile, en la mesa, pero nunca en el corazón. Y el movimiento se demuestra andando.










De la página amiga de Pendoneros de León: