Solemos decir que “la
esencia se guarda en frascos pequeños” porque el gran tamaño no es siempre sinónimo
de calidad o importancia. Esa fue mi sensación al descubrir el 14 de agosto una
“pequeña” asociación cultural con un loable objetivo, encarnado en su propio
nombre: Asociación Cultural Castro de Las Labradas. Dar visibilidad y sacar de
la dejadez y el olvido al Castro que corona el pueblo, y “fomentar e incentivar
el desarrollo personal y social de la población” fueron los primeros objetivos,
allá por 1985, año en que nace la asociación.
Esta asociación
retoma fuerza con nueva junta directiva y mejores ganas el 23 de agosto del
2019. El calendario de actividades muestra la ilusión por sacar el Castro de
nuevo a flote. Teatro, cine, rutas y excursiones, semana cultural… y un
concurso de relatos y talentos son las propuestas. A lo demás no me daría
tiempo, pero al concurso de relatos casi que sí. Era el viernes 14 de agosto en
la tarde-noche y la fecha límite para la recepción de trabajos el día
siguiente, el sábado 15 a las 12 de la noche. Lo malo fue que ese día tenía un
viaje programado, y el tiempo no da más de sí. Pero manos a la obra; lo bueno
era participar, aportar otro trabajo a mayores, para demostrar el interés por
nuestras cosas.
El caso es que me
siento orgulloso de recibir el primer premio, consistente en productos de la
farmacia, de la panadería, de la bodega de Fuente Encalada, de los bares…, pero
sobre todo de sentir la satisfacción por conocer nueva gente que reman en la
misma dirección que yo: poner las cosas en su sitio, al menos históricamente.
Creo que tenemos una enorme
deuda histórica con Las Labradas. El olvido crece con más fuerza que la maleza
y es hora de pasar la desbrozadora. Urge investigar, escribir, pensar… patalear
si es necesario; pero devolver el valor y la dignidad a ese lugar fascinante. Para
pronto es tarde.
Me han preguntado por
el relato. Con permiso de la Asociación Cultural os lo presento. La próxima vez
a ver si me da un poco más de tiempo para preparar y corregir como el Castro de
Las Labradas manda.
Dicen,
dicen, dicen…
Conozco un lugar elevado sólo
ensombrecido por la desidia y el olvido, al que hoy se me antoja subir para recordar.
Está situado a caballo entre dos valles hermanos de un mismo río, que algún día
más remoto que todas las memorias juntas, eligió porque sí descender de donde
viene la nieve y el frío, por el tiempo en que aquellas lejanas montañas parecen
más cercanas y altas, hacia el lado del que las estrellas giran sin esconderse
jamás. Es el valle del aire, y algún juguetón duende le dio la vuelta al nombre
para bautizar ese río, que hoy llamamos Eria.
El otro valle está del lado de
la luz, por donde el sol y la luna hacen la senda y puesta diarias. A su tímido
arroyo, que muere cuando el estío, le cambió el nombre hace siglos algún
agareno por el de Almucera. Aquí la tierra es más temprana; lo dicen las hojas
y las flores, y las camadas de los animales.
Poco o nada sabemos, así que
tratemos de misteriosos a los moradores de esta altura que la madre naturaleza
dio forma de palma de mano, quizás para que la lluvia les reservara el agua, de
la misma forma que nuestra palma de la mano nos permite beber de las fuentes. Y
por si la escasez, de entre las peñas más altas también brota un hilo límpido y
fresco al que sólo se puede acceder sorbiendo con una paja hueca o pipa.
Un pueblo que eligió este
entorno privilegiado para asentarse. Nunca tuvo interés en la arquitectura, más
allá de lo puramente necesario; por eso no encontramos piedra labrada, ni
formas geométricas. Pero cercó sus límites con poderosas murallas, indicando su
carácter ofensivo y su necesidad defensiva para con sus semejantes. Un pueblo
que ignoró la escritura, pues ya tenían la transmisión oral para todo lo
necesario, vinculando la sabiduría con el respeto a la experiencia; la vejez, para
ellos, un grado jerárquico.
Indagar, pues, en el carácter
de estas gentes nos lleva siempre al mismo destino; al de dicen, dicen, dicen…
Dicen que vestían sayos de
lino o lana, que no se cortaban los cabellos, que dormían en el suelo, que comían
en corro y que les gustaba la música y el baile. Poco lujo y demasiada
sencillez.
Dicen que eran recolectores
como el resto de seres animados; todo lo “encontrable” o necesario para
persistir era capturado y traído a casa. La ley no escrita del más fuerte era
innata, y se cumplía incluso más allá de su espacio territorial, con todos sus
riesgos y consecuencias.
Dicen que no enterraban a sus
muertos, y si lo hicieron no dejaban constancia del lugar ni de la identidad;
porque para ellos lo importante fue pervivir.
Dicen que sus dioses
merodeaban por los montes, entre peñas y bosques. Por eso, de cuando en cuando
cortaban un árbol, lo portaban a hombros, y lo plantaban en medio de su aldea,
confiando que alguno de aquellos protegiera desde la nueva ubicación.
Dicen que no comerciaban,
¿para qué? Por tanto, la moneda no tenía mayor valor que el de un pedazo de
metal. Conocían el oro, abundaba en su río Eria y lo recogían para sus adornos,
aunque nadie les hubiera dicho que ese brillo cegara y siga cegando a tanta
gente.
Dicen, que la codicia de unos
invasores por ese oro y por el sometimiento de todas las tribus, declaró una
guerra desproporcionada en calidad de efectivos, pero igualada o incluso
superada en arrojo y valentía por los indígenas de este lugar, que, como sus
convecinos, fueron declarados por Roma como los más fuertes de Hispania.
Dicen que si perdieron pronto la
guerra fue por traición de algún miserable nativo como ellos; porque
mantuvieron a raya a uno de los legados imperiales más expertos en táctica
militar, al mando de dos legiones y varias cohortes. Y aún así, con traición y
superioridad, la lucha fue larga y encarnizada, pidiendo los vencedores como
represalia arrasar el lugar cuando todo llegó a su fin.
Dicen que a los vencidos se
les obligó a bajar y vivir en los valles, donde controlarlos y reprimirlos
fuera fácil. Dicen que la esclavitud y el desprecio fue el motivo de nuevas
rebeliones, resueltas con mayor represión.
Dicen, que si subes aquí
arriba y te encuentras alguna flor de esas que llaman “de lobo”, no la cortes…
no la toques… no la huelas…, porque cada una de ellas es el espíritu de los que
murieron defendiendo su tierra, sus costumbres, y su libertad.
Dicen, dicen, dicen… Qué
triste es no poder comprobar tanto que dicen. Bajo de aquí con la esperanza de
ver algún día reconocido el auténtico valor de este lugar y de sus gentes, para
que cuando vuelvan a decir… que digan.
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