Revisando cosas del
reciente pasado (un par de meses ya, como pasa el tiempo), hoy me apetece
recordar aquel sábado 23 de septiembre, para mí objetivo y meta de un intenso
trabajo, todo robado al descanso. Para esa fecha dos temas bullían al unísono
en mi cabeza; el primero mandaba madrugar, y comenzar temprano en el pueblo que
me vio nacer, Calzada de la Valdería. El segundo mandaba preparar documentación
y equipo para mi primera charla, en la Joya de Vidriales (Santuario de Nuestra
Señora la Virgen del Campo), sobre el reciente descubrimiento del efecto
luminoso conocido como “el milagro de la luz equinoccial”.
Así, que antes de
salir el sol, ese que me destrozó el trabajo de la tarde (bendito
desagradecido), ya estaba en la carretera camino a Calzada. Allí más de medio
centenar de amigos nos reunimos para recrear la historia, y participar como
sorpresa en una marcha programada por la Asociación Legio IV Macedónica,
quienes con rigurosa fidelidad portaron vestimentas y armas de la época romana.
En el pueblo, en el Sagral, les prepararon un potente desayuno, para enfilar
con energía el largo trecho que los separaba de la meta en Petavonium. Sopas de
ajo “picantillas”, chocolate, café y pastas, dicen los cocineros que aquellos
romanos eran algo flojillos, cuando no terminaron todo lo que le habían
preparado.
Quisieron varias
circunstancias que iniciaran tarde la marcha, el calor comenzaba a apretar, y
el equipo pesa, en algunos casos 30 Kg. Al llegar estas tropas a los corrales
de la cuesta, un niño les salió al paso, arrojándoles piedras del camino a
gritos, increpándoles a no continuar por ese camino. Incertidumbre en las
filas. El niño se escondió y entonces una turba de astures de ambos sexos invadió
el camino, obligando a los romanos a adoptar una pose defensiva. Amplia mayoría
autóctona, griterío general, toscas armas en alto, lanzas, espadas de antenas,
tornaderas, pinchos… la batalla estaba servida.
Pero entonces quien
parecía el cabecilla astur, envainó su espada, y se adelantó, escoltado por su
lugarteniente, y dos aguerridos guerreros escudados lanza en ristre. Del cinto
extrajo un documento enrollado, y comenzó a leer lo que parecía una tregua;
evocando al Dios Tilenus compartido de ambos pueblos, que en aquellos momentos
observaba desde su altar la escena, propuso un pacto de amistad.
Fueron segundos de
indecisión romana, pero la cordura estrechó un abrazo entre el prefecto y el
cabecilla astur, quien mandó abrir filas para permitir continuar la marcha
hacia otros objetivos. Una caminata interrumpida con más contratiempos, como la
visita a los grandes campamentos de la Chana, la Fuente del Robleo, y alguna
escaramuza de rebeldes astures que quisieron tentar la fiereza romana. Saldo,
un herido romano, por suerte sin importancia.
Dicen las crónicas,
que varios Abisinios acompañaron a los romanos hasta Petavonium, pues nadie
mejor que ellos conocía el camino. Una vez allí, volvieron a estrechar las
manos con el firme propósito de repetir el año que viene.
Y lo que no dicen las
crónicas, lo digo yo. Es un orgullo pertenecer a un pueblo, Calzada, al valle
Valdería, vivir en Vidriales, y sentir el placer de reunirnos todos simplemente
porque alguien de lejos decide venir a caminar por una milenaria senda. Ha sido
proponer añadir más emoción al proyecto de recreación organizado por la
Asociación Legio IV Macedónica, darles una sorpresa participativa, y ver gente
volcada desinteresadamente en hacer un día muy especial. Ha habido críticas,
infundadas, como siempre, que dejamos de lado para poner en marcha un proyecto
de futuro, en el que todos juntos intentaremos sentar las bases de una
recreación histórica anual, y la recuperación de costumbres ancestrales para lo
que nos sobra historia e ilusión.
P.D.- Como no se
puede “repicar e ir en la procesión”, no tengo fotos ni vídeos propios de la
recreación histórica, y vengo de prestado. Álvaro, Andrés y otros muchos nos
han ilustrado.
Antes de las 5 de la
tarde, volvía a estar en la carretera, esta vez camino del Santuario, para
preparar la charla. A las 6 y media dio comienzo, para terminarla exactamente
cuando el sol hiciese el trabajo encomendado: iluminar donde el maestro cantero
le dejó dicho. Solo que las nubes, envidiosas, quisieron salir en la foto y al
final no hubo para ninguno de los dos. Desilusión general; pero no importa,
repetimos el domingo, a la misma hora.
Dice un refrán que
“cuando el año viene de piojos, es bobada lavar la camisa”. El domingo otras nubes
truncaron de nuevo lo que debería haber sido un milagro, el de “la luz
equinoccial”. Será que los milagros escasean. Pues lo intentaremos el próximo
equinoccio, el 20 de marzo de 2018, o el 21, o el 22… o el siguiente
equinoccio, el del 23 de septiembre, o el 24, o el 25… y así hasta que, al
menos por una vez, podamos contemplar en grupo el efecto al completo.
Del efecto no voy a
poner fotos ni vídeos, para que os animéis a venir a verlo en vivo; perdonad mi
maldad, merece la pena.
Algunos días deberían
ser vividos al menos tres veces. La primera, porque por mucho que se programe,
siempre surgen imprevistos; la segunda, para corregirlos y mejorarlos, y la
tercera para disfrutar de verdad de todos los momentos. Qué corto me pareció
aquél sábado…
Algo bueno tenía que
tener hacerse mayor en el tiempo, y una de las cosas es el recordar. Tiempos
peores o mejores, da igual, siempre que nos quedemos con la parte buena de cada
cual. Puestos a recordar, qué mejor ocasión que ésta para volver, en mi caso un
medio siglo atrás, para rememorar preciosas costumbres relacionadas con el
único alimento que es, además de un manjar, parte de la oración cristiana por
excelencia.
El pan está en el
centro del Padre Nuestro (en la actual traducción al español está después de 28
palabras, la número 29, y quedan otras 28 para el final, comprobadlo). Es,
según los Evangelios, composición del mismo Jesús de Nazaret, y ya dejó
constancia hace dos milenios (aunque sea metafóricamente) de la importancia del
pan de cada día; somos muchos los incapaces de comer sin buena cantidad de pan
en la mesa, los que nos molesta ver el pan “al revés”, y no nos resistimos a colocarlo debidamente, y los que nos ofende tirarlo a la basura, y cuando sin querer
se cae al suelo, recordamos que de niños nos decían de recogerlo y besarlo
posteriormente.
¡Cuánto van cambiando los hábitos!
Algo tan especial
como el pan es obra de gente especial, no me cabe duda. Antiguamente, cada
familia hacía su pan en casa. Y eran casi siempre las mujeres las encargadas de
elaborarlo, con un hermoso ritual de respeto en la preparación de la mezcla, en
compartir la masa madre, en arropar el reposo de las porciones, en el arrojado
del horno, y en abrigar el pan una vez cocido. Ningún alimento se cocinó con
tanta veneración, hasta el punto de ser común hacer una cruz sobre las piezas
sin cocer, o rezar antes de tapar el horno.
El auténtico pan se
compone de harina, preferentemente de trigo, agua, sal, levadura… y cariño. Solo
la desangelada industrialización se ha saltado este último componente; el mucho
y muy deprisa degrada los productos alimenticios mucho más que a cualquier otra
cosa, de eso sabemos quienes vivimos cerca de lo natural.
En el método
tradicional la harina se vertía en un recipiente de madera conocido como masera
(que viene de amasar). Después se practicaba un hoyo en el centro, y se añadía
agua caliente. A continuación la masa madre, que se guardaba y compartía con
los vecinos en un recipiente de barro (el urmiento o recentadura en nuestra
comarca), y la levadura se desmenuzaban en el agua, se añadía sal y comenzaba a
mezclarse agua y harina, primero despacio y después con energía, hasta hacer
una pasta que se dejaba “dormir” arropada con una manta. Al cabo de unas horas
se hacían las formas, normalmente redondas (hogazas), una más delgada (la
torta) y si había niños un muñeco llamado “maragato”, y se volvían a tapar.
Entonces se encendía el horno con urces o jaras (sigo hablando de nuestra
comarca); labor llamada “arrojar” (poner al rojo) el horno, y es que el color
interior, o unos testigos de ladrillo incrustados en el fondo, talmente
parecían enrojecer al alcanzar la temperatura adecuada. Al acabarse de quemar
la leña se recogían los rescoldos y la ceniza con un útil de nombre variado,
aquí el “cacho”, un palo largo con otro corto atravesado. Luego se barría con
otro palo, el “organero”, al que se le ataba la “mundilla”, una escoba de pajas
de centeno, o vegetal, en la Valdería se usaban los helechos. Éstos útiles se
tenían metidos en agua, para que no se quemasen por la elevadísima temperatura.
Una vez preparado el horno, se meterían las piezas por medio de una pala,
también de madera, tapando después la entrada, la “boca”, con una puerta
metálica. Se moverían al cabo de un buen rato, y entonces se sacaría la torta y
el “maragato”, que por tener menor espesor deberían estar cocidos. Cuando el
panadero, o la panadera, estimase conveniente, sacaría el resto de pan
almacenándolo en la masera y cubriéndolo de nuevo con una manta, para que
enfriase despacio.
Y por ser el pan obra
de gente especial, sirva este artículo de homenaje a una familia encuadrada
perfectamente en ésta categoría, quienes han defendido hasta la jubilación la única
panadería de Ayoó de Vidriales. Ellos son Celso y Geno, sobra decir que muy conocidos
y apreciados en Vidriales, y en los pueblos aledaños de Cubo y Molezuelas.
Allá a principios de
los años 80 tomaron el testigo de otra familia de panaderos, los padres de Geno,
quienes a su vez hicieron lo mismo de los abuelos. Era un matrimonio joven, con
dos hijas pequeñas, Yolanda y Cristina, y un tercero encargado solo un par de
meses antes, Celsito, que en vez de traer un pan bajo el brazo trajo una
guitarra.
Venían de Madrid,
donde Celso había trabajado en una panadería industrial 6 años, y otro montón
de tiempo en la Barreiros, y Geno la no poca tarea de la familia y el hogar. La
idea era probar, y probando, probando se le han ido 34 años como un suspiro,
defendiendo el negocio con calor o nieve, en fiestas y vacaciones, todos los
días de cada año; en esa casa siempre hubo pan para quien lo necesitó.
El último día, ya
repartida la masada definitiva, recordamos tiempos pasados: antaño, el viejo
panadero yendo a repartir con dos caballerías, atada la cabezada de una al rabo
de la siguiente, ambas rodeadas de fardelas llenas de hogazas. Después ya
llevaba el carro, y por fin una furgoneta Saba de color verde claro, que no
daba más que problemas mecánicos, me cuenta como anécdota. Luego una “Cirila”,
la Citroen 2CV, y luego otra, que fue la primera de reparto de Celso. Se hizo
pequeña, y pasó a la Nissan Vanette, a la Peugeot Boxer, La Ford Conect, la
Volkswagen Transporter, la Renault Trafic… Un verdadero muestrario y siempre el
mismo pan, que se esperaba pacientemente al toque de bocina en los pueblos de
la contorna. Pan y bollería, y empanadas, y “picas”, y cuando no, los
extraordinarios asados en el horno calentado con leña, porque no hay nada como
lo natural.
Al final de la
carrera está el podio, y en éste el premio a la constancia, al esfuerzo, a la
dedicación… no es continuar o incluso ampliar, o mejorar; es, tristemente se
mire como se mire, el cierre del negocio. La frialdad del horno ha contagiado a
estanterías y expositores; pero como hacen las buenas semillas, algo ha de morir
para comenzar una nueva vida. Echaremos en falta ese olor mañanero a pan recién
cocido y envuelto en sonrisas, pero también es inevitable alegrarnos porque se acabaron
los interminables madrugones, los nervios, y los problemas burocráticos que
asfixian mucho más que el trabajo mismo, ya que lo demás era “solo” harina,
agua, levadura, sal, y… cariño.
Cuando una estrella
fugaz se apaga, se suele pedir un deseo; con vuestro horno apagado voy a desear…
que Dios os lo pague, con largos años de salud y paz.
El grupo "La Decena" rindiendo homenaje a un amigo que se jubila:
Dos semanas. Solo han
hecho falta dos semanas para recrear la defensa astur ante el inminente paso de
recreadores romanos. Coser trajes de lino y lana, “cornamentar” cascos, forjar
espadas de antenas y falcatas, redondear escudos, afilar lanzas, pinchos o tornaderas,
todo esto en secreto, y además sin dejar los quehaceres; porque la sorpresa es
táctica militar, y sólo hemos jugado a una invasión histórica y milenaria.
El escenario ya tiene
nombre romano, la via XVII de Antonino, la que conectaba Brácara Augusta
(Braga) con la capital astur, Astúrica Augusta (Astorga). Una calzada que dio
nombre a uno de los pueblos más pequeños de la provincia de León, Calzada de la
Valdería, muy afectados por la avanzada edad de de sus habitantes, por la falta
de natalidad, por la emigración, y por el resto de cáncer social que encamina a
los pueblos al abandono.
Pero en Calzada la
vida rebosa y contamina a las vecindades, para muestra sus pendonadas, premio
Pendoneros de León 2015 por la excelente organización, y por reunir a más de 600
personas. Y como segunda muestra, de otras muchas que recuerdo, el éxito de
ésta iniciativa y puesta en escena, natural y a la vez divertida; la que parece
haber sentado las bases para una fiesta anual de convivencia, con la historia
de telón de fondo. Un panorama con inagotables recursos.
Vidriales aportó sus
guerreros y guerreras Superatti, y la Valdería los propios y propias Luggones
para formar la tribu de los Abisinios, una palabra antiguamente tenida en
Calzada por ofensa y mostrada ahora con orgullo; dicen que no insulta el que
quiere, sólo lo hace el que puede.
También dicen que
hace más el que quiere que el que puede, y son los Abisinios y su pequeño
pueblo quienes merecen ser reconocidos pese a que nunca buscan reconocimiento;
doble mérito. Lo que se hace es por disfrutar el hoy, no por presumir mañana.
Dos semanas, y éramos varias decenas, perfectamente ataviados. Los romanos serían 25; si viene
una legión seremos centenares. ¿Alguien para recoger el guante?
Atención pregunta:
¿En qué se parece el atentado de Barcelona al incendio de La Cabrera? Pues en
que no perdemos el partido por los dos goles que ya nos metieron los
contrarios, lo estamos perdiendo por nuestra goleada en propia puerta.
A ver, la principal
táctica del equipo “Engendro”, los del campo contrario, es hacer daño y crear
polémica; y ahí tenemos dos goles limpios, de manual. No hace más que comenzar
el partido y ya desde las gradas urge una reflexión, y es que no nos
ponemos de acuerdo ni en estar de acuerdo y jugar en contra de los engendros.
No arde el monte, arden las noticias, arden las redes sociales con vídeos y
fotografías espantosas; y mientras comienzan a aparecer las primeras babas, los
primeros autogoles. Babosas babas que ni siquiera sirven para apagar una sola
cerilla, al contrario, arden como la gasolina alimentando la increíble hoguera
en la que el mismo Vulcano, experto en llamas, no pasa de mero aprendiz. Y entre tanto no es difícil imaginar la cara de satisfacción de los engendros con
cada nueva patada al balón en propia red, nuevo vídeo, nueva foto, más humo, más
caritas tristes…. Lo penoso es que solo vamos por el minuto uno, y queda mucho
campo por recorrer, aunque cada vez menos.
Por la otra banda
corren otros engendros, subidos en furgoneta a toda leche. Y vemos a los de
aquí en bici y con palos en las ruedas. Risitas en homenajes de las
instituciones, los otros chantajeando con ir o no ir a la foto, los delanteros
quieren hacer otro equipo aparte, los defensas mirando “pa las apabardas”… El
portero no sabe para donde atender, no hace más que levantar la mano pidiendo
cambio por bullying. Y sí, también hemos podido ver la cara de absoluta calma de
los engendros en no se cual gasolinera, con bromas y todo. Total, con el primer
gol ya aseguraron el partido.
Lo de partido nunca
mejor dicho, con un árbitro llamado Tiempo, que para eso lleva el reloj en la
muñeca. Como nos siga sacando tarjetas rojas al final no jugarán más que los
engendros. Más agua, que los nuestros se asfixian, coño. A ver, controlad el
fuera de juego…!!! Entrenadooooorrr!!!
En fin, está claro
que ni me gusta, ni entiendo de fútbol. Yo soy más de compartir gatitos. ¿A que
son monos?
En la calle, ocho y
algo de la tarde, recién terminada una tarea sabática que ha tenido poco de
descanso y mucho de entretenida; un coche se detiene a mi lado para rematar aún
mejor si cabe el rato, presentándose una combinación de tres estupendos
ingredientes: un amigo, una foto y una pregunta. El amigo, Javi; la foto, una
ampliación plastificada, y la pregunta: ¿Dónde es esto?
Javi Lorenzo es el
vigilante de los campamentos de Petavonium; la fotografía la había comprado
hace tiempo en un mercadillo, junto con otras también antiguas, y la pregunta
vino porque detrás, escrito a bolígrafo, tiene tres letras mayúsculas: AYO. Creo
que mi cansada cara se iluminó:
-¡Es el pilo de Ayoó,
el de la Iglesia!, en una foto muy antigua, me encanta. ¿Me la dejas para escanearla?
-No, te la regalo.
Es difícil de agradecer
semejante obsequio por quienes apreciamos de verdad la antropología, y en una
simple imagen, o en cualquier chisme, redescubrimos nuestras raíces culturales dormidas,
esas que negamos olvidar. En esta foto, sin conocer el nombre del autor ni la
fecha, vemos al menos 15 señoras lavando, con sus herradas y talegas de mimbre
al lado. Ya se aprecia la zona de lavado y zona de aclarado, como las vemos
actualmente. De seguir fijándonos, es a media mañana, y en un día de invierno,
simplemente por la sombra que proyecta el muro delantero de hormigón. Vemos
también que prácticamente todas llevan el pañuelo negro en la cabeza recogiendo el pelo, una costumbre muy típica de la zona, perdida en la última
media centuria.
Preguntando a
nuestros mayores por la posible época de la fotografía me han llevado a los
años de la primigenia fontana romana, en la que posteriormente se elevó su
manantial en artística simetría de cuarzo en cuatro caños que tanto marcó el
concepto de fuente del pilo para los actuales menos jóvenes ayoínos. El pilo
por aquel entonces no era más que una concha de hormigón para preservar la
limpieza del agua, en la que para lavar había que arrodillarse en una “banca”
de madera, o directamente en el suelo, encima de una piedra.
Sobre los lavaderos
comunales, sitos al lado de pozos, fuentes, o corrientes de agua, pende lo que
me parece un insultante tópico; una verdad sacada de contexto hasta convertirla
en una broma de pésimo gusto hacia la mujer, hacendosa por obligación. Se dice
que allí iban “a lavar los trapos sucios”. Que eran trapos no hay duda, ásperos
paños de lana y lino en su mayor parte, indomables antagónicos de las
agradables y suaves fibras textiles actuales. Estaban sucios porque el sustento
venía de la ganadería y de la agricultura, y de la extensa prole que
abarrotaban todas y cada una de las viviendas en aquella época. Y lo de lavar
es obvio, era motivo de honra para una mujer ver a su familia aseada y limpia,
aunque la ropa fuera un expositor de remiendos. Pero lo que no se dice es que
se dejaron las uñas a fuerza de frotar, y destrozaron las rodillas y la espalda
por tan incómoda postura y tantas horas, robadas en su mayor parte al merecido descanso.
Un desagradecido trabajo que nadie le eligió, y ninguna de ellas dejó de hacer
hasta que la edad se lo prohibió.
Que hablaban,
criticaban o murmuraban… pues claro que si; y qué se le podría exigir a
quienes apenas aprendieron a leer y escribir para dedicarse a tiempo completo los
365 días del año a las tareas del hogar, a los hijos, y por si fuera poco, a
complementar las de la agricultura y ganadería que los hombres no alcanzaban a
terminar. Los temas de conversación versaban sobre las cosas habituales, entre ellas
el estado de las personas del pueblo, para bien, o para mal. Sobre este tema
hay que destacar el grado de implicación general a la hora de solucionar un
problema particular; si un vecino se veía necesitado, toda la comunidad
encontraría la forma de echarle una mano, y muchas iniciativas, por no decir
casi todas, partían de estas reuniones. ¿Trapos sucios?, si, y desinteresadamente
siempre fueron bien lavados, valga la expresión.
Y ya puestos, tampoco
me parece acertado llamarle a este grupo “red social”, ya que estos grupos adictivos
y fantasiosos actuales nada tienen que ver con las conversaciones de unas
mujeres que acudían donde había agua simplemente a lavar la ropa, algo que no
podían hacer en casa. De hecho, al hacer la red de abastecimiento, e instalar
las lavadoras, esta “red social” murió.
Se trató últimamente
de rememorar aquellos años en el pueblo, a través de la televisión regional (1),
y es solo mi opinión cuando creo que no se le dio un enfoque adecuado: un digno
homenaje a la mujer rural, trabajadora, resignada, laboriosa, increíblemente
administradora de unos hogares en los que entraba poco y debía salir más. Nunca
hubo frío suficiente, ni calor abrasador para contenerlas, nunca bastante dolor
o sobrados inconvenientes para hacerlas abdicar en sus propósitos; siempre
supieron salir adelante con prudencia y dignidad.
Un último vistazo al
texto antes de publicarlo, y veo que queda por decir que la foto es en blanco y
negro; pero también es fácil de encontrar otros matices menos destacados, y que
lucen mucho más, como son el orgullo y la gratitud.