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A la península
Ibérica se la suele relacionar con una piel de toro. Es una comparativa
curiosa, escrita por quien conocía la piel extendida de ese animal, pero que
nunca pateó la península, simplemente la dibujó en un mapa de oídas. Estrabón,
en los 17 libros de su obra Geografía, describió el mundo conocido a principios
de era. Dedicó su libro tercero a Hispania, que abarcaba toda la península, y
quizás para que de forma verbal todos imaginasen la superficie de aquella
lejana provincia romana, y por lo que le contaron, añadió esta semejanza: “Iberia
se asemeja a una piel de buey extendida a lo largo de Oeste a Este, con los
miembros delanteros en dirección al Este, y a lo ancho de Norte a Sur” (III 1
3)”. Por otras dos veces, esta vez en el segundo tomo, repitió su analogía:
“...en cuanto a la forma es suficiente con representarla con alguna de las
figuras geométricas (...) Iberia mediante una piel de toro...” (II 1 30)
“Por países el primero de todos desde Occidente es Iberia, semejante a una piel
de buey cuyo cuello se prolongaría en la vecina Céltica...” (II 5 27)
No entiendo nada de
pieles, pero me parece bastante rara la comparación; a no ser que haya que leer
entre líneas: los conquistadores romanos que le relataron a Estrabón términos y
características peninsulares fueron conscientes del culto de sus indígenas al
toro, como símbolo de fuerza, temperamento y virilidad, entre otras muchas de
las peculiaridades que le vincularon. En la meseta noroccidental, a mayores,
encontraron cientos de tallas en piedra de toros (a la par de jabalíes y
cerdos), hoy llamados verracos, únicos en el mundo celta.
Los toros de piedra
son propios de los vetones, aunque aparecen también fuera de sus fronteras;
éste es el caso del toro de la plaza de San Vitero, sito al lado de su Iglesia,
compartiendo espacio con un miliario. El toro no sabemos si se esculpió y
expuso en el mismo pueblo o en su inmediatez; el miliario dicen los estudiosos
que no, ya que por aquí no pasa ninguna calzada. Pero lo que podemos asegurar
es que muchos kilómetros de distancia no recorrieron ambas figuras milenarias
para terminar en esta plaza, por tanto, los daremos por originarios de Aliste.
A la par de estas
figuras pétreas, los toros también aparecen en fíbulas o en cerámicas prerromanas,
detalles que Estrabón no pasó por alto para su comparación; Hispania, tierra de
toros (o de conejos, según otra versión). Por cierto, nada que ver con la lidia
de toros, o los toros de lidia, invento genético posterior. Nos referimos al
toro, macho bóvido autóctono, empleado en la reproducción de las vacas de forma
natural hasta no hace tanto tiempo, y conocida su peligrosidad con varios casos
de accidentes recordados por nuestros mayores. El temperamento del toro sólo
fue apaciguado mediante la castración para aprovechamiento de su increíble
fuerza en el tiro, costumbre totalmente perdida, como se han extinguido casi
por completo estos nobles animales, los bueyes amaestrados.
Reminiscencias del
culto al toro ha traspasado milenios y son recordadas y rescatadas de las
memorias porque fueron imprescindibles en un día aceptado como tolerante y permisivo:
carnaval. En varios lugares continúa esta exhibición de un toro ficticio; por
nombrar sólo a algunos, Morales de Valverde, Alcoba de la Ribera, o Velilla de
la Reina y sus antruejos. El tema se ha estudiado y documentado a conciencia,
con declaraciones de Bien de Interés Turístico. Básicamente es un bastidor de
madera portado por un mozo, y cubierto por una sábana o un paño similar. En la
parte frontal sobresalen y destacan un par de cuernos de toro, en una posición
natural. Esta figura con sus carreras provoca un corro, y tienta a perseguir o
atacar.
Los cincuentañeros de
Ayoó y sus anteriores recuerdan ese mismo “toro”, con algunas leves
correcciones: el bastidor se reducía a un simple palo de aproximadamente metro
y medio en el que iba clavado al extremo superior y haciendo cruz otro en el
que iban insertados dos cuernos de toro. El encargado de sacarlo, un corpulento
mozo, lo aseguraba a su espalda y se cubría con un mantón grande. Al agacharse
para encornar levantaba “el rabo”, momento que era aprovechado para seguir la
broma contrarrestando el “animal”. Las víctimas eran preferiblemente mozas, y
no siempre la broma acabó bien.
Por aclarar conciencias,
aquello de dirigirse el “toro” hacia las mozas en Ayoó, e incluso simular
propasarse, no es más que el rescoldo de un ancestral ritual pagano de
fertilidad, repetido en los sitios mencionados, donde algunas veces interviene
una segunda figura, que levanta a la moza para pasarla sobre el astado.
Otra vez, y yo
encantado, un nuevo objeto termina en mis manos y es pie para este artículo: es
el palo que hacía cruz con los cuernos insertados, la parte principal del “toro”
de Ayoó, el último que se sacó. La primera impresión es que esta parte se
separó por la fuerza de la vara principal; se deduce por las puntas de unión
semi dobladas. El principal problema es la cantidad de carcoma que horada por
completo la madera que une los cuernos; una inmediata aplicación de un
insecticida acaricida y un envoltorio de plástico espero que contrarresten la
actividad de las carcomas, aunque posiblemente haya que sustituir la pieza. El
siguiente paso será añadirle la parte perdida, para recuperar esta figura que
se movía entre el ritual y la diversión.
Esta reliquia la
guardaba Guillermo entre sus trastos; con, por qué no, cierta melancolía. Hay
varias razones para ello: él tuvo un toro durante algún tiempo para “cubrir”
las vacas del pueblo, tarea que más tarde traspasara a Juanito, el de la
parada. Él, siendo mozo, sacó varias veces el “toro” y conoce el procedimiento y
complot con otros mozos para “asaltar” a las mozas, así que es un grato
recuerdo. Y por último, él siempre fue alegre y festivo, con su caja y al lado
de “Benino” (Benigno) y su dulzaina, que amenizaron fiestas, bodas, y cualquier
acontecimiento donde cupiera la música y la diversión. Guillermo, siempre tan
auténtico.
El “toro” era sacado el
martes de carnaval, la jornada anterior a la Cuaresma, el día del “entruejo”. Precisamente
entruejo deriva de entroido, o entrada (a la cuaresma). Una fiesta en toda regla
en la que había de todo. A primera hora de la mañana, la campana mayor con un
ritmo pausado llamaba a la “yera”, unos trabajos en beneficio de la comunidad
que se alargaban hasta la hora de comer. Por la tarde, la gente llenaba la
plaza y las calles, porque salía el “toro”. Era un entruejo sin máscaras ni
disfraces, sólo el “toro”. Los mozos y las mozas eran los protagonistas de carreras
y encuentros, de innata picardía. Luego, en el bar del pueblo se hacía el
reparto de escabeche y vino. Y, por último, la caja y la dulzaina amenizaban un
animado baile hasta pasado el sol puesto. Nunca un solo día dio para tanto.
Cuanto ha llovido, o
cuanto ha dejado de llover, para perder aquellos días mágicos. No es otra
tradición perdida, es que ya casi no quedan. Estaría bien sacarlo, aunque sólo
fuera una última vez, rememorando todas las anteriores.
Se busca voluntario.
http://mipieldetoro.blogspot.com/2008/01/piel-de-toro.html