No se les llama
precisamente “valla”, pero queda bien como título para este artículo. Por aquí
les decimos “la tapia”, o “la pared del huerto”. Son cercados con materiales
autóctonos que envuelven nuestros pueblos, más con el objeto de división y
abrigo que el de protección. Sus viejos constructores buscaban la economía y la
durabilidad en estas modestas obras, sin importar la estética, y para ello usaban
piedras asentadas con barro, piedras “secas” (sin aglutinante alguno), terrones
de césped o tierra apisonada (tapia) o un poco de todo. Al alcanzar la altura
estimada, para protegerlas de lluvias y nieves, las coronaban con “la barda”.
Ésta se construía de varias formas, sobre piedras planas y delgadas llamadas
“rafalas”, o sobre un lecho de ramas de urz transversales, con unos ordenados terrones
de césped colocados al revés, con la raíz hacia arriba; o sólo con “rafalas” o
tejas. Terminaba de cerrar el recinto una improvisada puerta, creada con
maderas desechadas para otros fines. La cerradura, y terminamos el huerto, un
tranco o una cuerda, que ya dice el proverbio chino: “La puerta mejor cerrada
es aquella que puede dejarse abierta”. Dicen que los huertos nacieron en el
neolítico de la mano de las mujeres. Al lado de sus viviendas, mientras los
hombres salían a cazar o pescar (o a sus cosas), sus compañeras, previsoras,
cultivaron primero cereales y después verduras, legumbres y hortalizas. Esto
poco ha cambiado en nuestros pueblos. Ellas (normalmente) siguen siendo las
directoras de ese complicado mundo de parcelitas para semillas, parcelitas para
trasplantes, parcelitas para “pronto”, las otras para “luego”… ellas siguen los
rituales de visitas, riegos, entresaques, préstamos, comentarios… y ellas se llevan
a casa orgullosas los apetitosos manjares que vieron nacer y crecer bajo sus
cuidados y mimos. Me avergüenza decir que en los últimos años algo está
cambiando en nuestros huertos, el respeto de algunos por los bienes ajenos
comienza a ser un bien escaso y totalmente reprobable. Para ellos mi deseo:
“Mal haya a quienes profanen este santuario a la fecundidad. Mal aprovechen
hurtos y destrozos que no valen más que la calderilla de los bolsillos, pero se
llevan consigo amor de cuidadora “madre” y las ofrendas para su otro recinto
sagrado, la cocina de su familia. Lo que con cariño donaren, con odio
maldicieren; y no con poca razón, porque cuán fácil se deja querer la tierra y
que desagradecida parece la mano que roba y alimenta. Amén”
Poco puedo decir a este interesante reportaje. Solo que ME GUSTA. Paulina
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