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domingo, 4 de septiembre de 2011

Cosas de niños.


Me han recordado recientemente un par de historias, con nombres y apellidos, de los dos ayoínos que las protagonizaron siendo niños. Reservaré su identidad, como me gusta hacer, si no he obtenido permiso previamente de ellos mismos o, en su defecto, de sus familiares. Una de ellas tiene que ver con aquella tradición de los niños de pedir un regalo a quien venía de viaje. Algunas veces, antes de emprenderlo, y en tono de despedida, se preguntaba: ¿Qué quieres que te traiga de… (tal sitio)? Había pícaros regalos para callar a la criatura, por lo menos durante un momento, como el “correverás” y el “estatequieto”, aunque la mayor parte de las veces, un simple caramelo era el más preciado tesoro traído de un lugar extraño y fantástico para la mente de un niño, quien rara vez salió de su pueblo, y la fotografía, el cine o la televisión nunca le habían mostrado la realidad mundana. También se solicitaba regalo si el padre volvía de todo un día en el monte, por ejemplo. Entonces un trocito de tortilla, o de pan posiblemente reseco, reservado a tal efecto, se transformaba en manjar con nombre propio: Aquello era “del lobo”, o de "la raposa", y estaba riquísimo. (A mi me lo parecía). La primera historia comienza cuando el agricultor y padre se desplazó a La Bañeza en el recordado “mixto”, aquella especie de mitad camión y mitad autobús, que igual llevaba una vaca que un mueble, y además unos cuantos pasajeros. Una de sus pocas compras fue una cuchilla para el arado de vertedera, una pieza de frágil fundición que al ir en la parte más baja y en constante fricción con la tierra, sufre mucho desgaste. Cuando el padre llegó a casa, con el saco a cuestas, el niño se agarró a su pierna y solicitó el ansiado regalo, algo dulce, algún caramelo. Posando el saco en el suelo, sacó la cuchilla del arado y se la ofreció al niño: - Toma, hijo, mira que grande, “roye” (roe) un poco. El chaval, desilusionado con aquel hierro en las manos, lo tiró contra el suelo partiéndose en pedazos, obligando al bromista padre a coger el “mixto” al día siguiente para comprar otra cuchilla. La segunda historia tiene que ver con la tradición de tocar las campanas de una forma particular cuando alguien fallece, algo que se sigue haciendo hoy en día y se le llama “encordar”. Hace bastantes años, los encargados eran los chavales, familiares del difunto y sus amigos, quienes por estar desocupados y quizás por alejarlos del drama familiar, les ordenaban subirse al campanario y realizar el toque. Para tenerlos entretenidos y como premio por su labor, les daban unas galletas o caramelos, algo tremendamente escaso por esos años, por lo que aquel día los chavales tenían su pequeña fiesta. El otro niño protagonista, recién bajado del campanario de encordar, y de haberse comido las galletas y los caramelos de rigor, se fue a su casa y encontró a su abuelo sentado al sol. Colgándose en un abrazo del cuello del anciano, con cariño y admiración propios de nieto le dijo: - ¡Abuelo, tengo unas ganas de que “vos" "muérais" "pa” ir a encordar…!.


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