A Santiago, con
infinito aprecio:
Bien sabías,
Santiago, que tu regalo calaría muy hondo; de lo poco que me conoces has captado
mi sentimentalismo para esas cosas, y la verdad, a ver quien no se enternece al
encontrar en sus manos, como nueva, la bici de papá. La recordaba más grande;
evidentemente yo era más pequeño. También me parecía más pesada, cuando en
realidad me faltaban fuerzas para moverla, o pedalear “por debajo de la barra”.
La veía recia, inestable, difícil de maniobrar sin riesgo de accidente… ahora
la encuentro ligera y manejable, y hermosa, que incita al paseo y a la
diversión. Cuánto he cambiado, y tú cuánto has cambiado aquella bici que
colgaba polvorienta de las vigas del pajar, y que en honor al aprecio que mi
padre sentía por ella, consintió sacarla de casa sólo para guardarla en otra;
demasiadas correrías merecían preservarla para un destino y un uso, como ves,
sempiterno. ¡Hay!, si Honorio pudiera saber donde ha acabado su legado…
Se la compró a
Felipe, aquel hombre de Felechares que a mi me parecía como un druida misterioso,
con su fragua, sus remedios ancestrales y sus arreglos para casi todo. A Felipe
le llamaban “el perrero”; no sé con certeza por qué, solo me lo imagino y por
eso no lo voy a decir. El caso es que por entonces él ya tenía una moto, y la
bici, para su corpulencia, no le hacía apaño ni servicio. El trato lo cerraron
estando mi padre haciéndole alguna reforma, o recorriéndole el tejado, que de
aquella era su especialidad. Un apretón de manos y el abono correspondiente, o
quizás con trueque o una merienda, y la bici continuó rodando por los
serpenteantes caminos valderienses, que todavía tardarían en conocer la
comodidad del asfalto. Eran por los años 70, y el nuevo amo la usaría sin
descanso casi una década, y la cuidaría al menos otra más, hasta que la depositó
en tus manos, amigo Santiago.
Yo la cuidaré y
mandaré cuidar también con mimo, y la conduciré y diré de llevar con mesura,
como mi padre hacía. En su día fue su herramienta de trabajo; con ella recorría
la Valdería en sus negocios y quehaceres, con ella creó una familia y se afanó
en que en casa no hubiera lujos, pero si dignidad. Pero la compra de aquel
“cuatro latas” blanco de 3 velocidades, en cuanto mi hermano mayor sacó el
carnet, arrinconó la bici y la despojó del galardón de medio de transporte imprescindible.
No era lo mismo ver el bicho despanzurrado en el parabrisas, o el frío a través
de la ventanilla que sentirlo todo en manos y cara; y con unas pesetas de
gasolina las piernas llegaban descansadas al destino. No era lo mismo, era el
progreso.
La bici ha perdido la
pintura original, y con ella su marca serigrafiada de fábrica en la barra de
abajo. Podríamos dudar si es Orbea, que era “buena pa la carretera” o BH,
considerada “mejor pa los baches”; pero no, como todo lo bien hecho, conserva
todavía su chapa original de latón bajo el manillar: Peugeot. Como también los
varios apaños que el bueno de Felipe le hizo expresamente en su fragua, algunos
soportes y un robusto portabultos para llevar bien asidas sus herramientas y
demás telares. Lo único que echamos en falta es un barrigudo avioncito, creemos
recordar que de color azul, que le había hecho y puesto encima del guardabarros
delantero, para que el viento del avance hiciera girar la hélice; genialidades
de artesano.
Te agradecí de palabra,
con las pocas que conozco, lo que hiciste por la bici, lo que has hecho por mi
familia, y por la memoria de mi padre. Ahora te lo diría con calma, y con todas
las acepciones del diccionario, pero nada sería suficiente porque el primer
regalo traía uno segundo bajo el brazo, con forma de carpeta, y con la
condición de abrirlo una vez te hubieras ido. Te agradezco la idea, pues has terminado
emocionándome, y es más fácil de sobreponerse en soledad. Tu escrito ha
removido los cimientos de mi memoria, y han ido aparecido escenas si no
olvidadas si adormecidas de otros tiempos y otros menesteres. Pensándolo bien, con
tu generosidad y saber decir no has podido añadir más años a la vida de mi
padre, pero si has dado más vida a todos aquellos años. En su nombre reitero infinito
agradecimiento; si él y su bici te apreciaban, yo y la que ya es mi bici, mi
tesoro, no podemos ser menos. Un abrazo, amigo, y que Dios te lo pague.
A HONORIO.
De mi consideración y
afecto.
Mi primer
recuerdo de el se remonta a los primeros
años de la segunda mitad del siglo pasado, habiendo sido el hecho que propició
esta situación, la representación de una
de aquellas “comedias” que con periodicidad anual y a lo largo del
invierno se echaban en el pueblo al
rincón de La Rebarilla.
Es una de esas
fotos imborrables de cuando eres niño que con el paso de los años permanece
nítida y fresca como cuando ocurrió y
que cuanto mas tiempo pasa, menos se olvida.
A Honorio, todavía
le veo como uno de aquellos mozos de antes: Atrevido valiente, orgulloso,….;
hijo del ti Agustín, (“el del caño”)
y la ti Avelina.
Era una
noche de invierno en la que de forma suave pero persistente se dejaba
caer la lluvia.
Por la mocedá
del pueblo se iba a representar: La
Vida Es Sueño, de
Calderón de la Barca
y antes de comenzar la misma (varias
veces aplazada), Honorio participaba como protagonista en uno de aquellos
sainetes que para abrir boca se anticipaban a la obra principal.
El público y
en invierno, ocupaba la calle al raso; los hombres, con chancros en los pies,
boina a la cabeza y envueltos en las típicas mantas rajonas de entonces llamadas tapabocas,
embozados con ellas y arrodiando el colegial al cuello para protegerse del frío. Las
mujeres, con galochas en los pies y pañuelo a la cabeza, tapadas con mantones y
mantillas, que a su vez servían para resguardar de las inclemencias del tiempo
a los rapaces pequeños que llevaban cogidos en el cuello. Yo era uno de ellos.
La
representación estuvo a punto de suspenderse por que la pertinencia de la
lluvia hacía casi imposible la misma, ya que las sábanas que cubrían por arriba
al escenario, tenían acumulada sobre
ellas tal cantidad de agua
que se hundían hacia abajo, mojando el
suelo de tablas sobre el que se moverían los comediantes.
A la luz de
los candiles de carburo, el público esperaba con impaciencia que el tiempo
mejorase, y, a poco que lo hizo, en un arranque
de valor, los intrépidos mozos-actores, dieren comienzo al espectáculo. A la
voz del apuntador: ¡Telón!, Los encargados de hacerlo deslizaron la cortina por
el hilo de alambre del que pendían las sábanas con las que se adornaba esta
parte del escenario.
De inmediato, Honorio
apareció ante el público y puso en marcha el sainete. Se trataba de hacer reír,
y vaya si lo consiguió. No recuerdo el argumento, pero si que se presentó ante los asistentes vestido con una ropas que le hacían parecer mucho mas gordo de lo que
realmente era. De las ocurrencias del actor, el personal se reía a carcajada limpia o “mandíbula batiente” (como se decía por allí), cuando nuestro protagonista
se movía por el escenario y a sus anchas,
relatando el contenido de su papel y haciendo gestos y movimientos que
provocaban la risa; máxime, cuando unido a estos y al grito de ¡cuanto me duele esta!;…o, ¡la tengo a punto
de reventar!, del cuerpo del actor salía una explosión que producía un
ruido similar al de un petardo con el
cual el público disfrutaba riéndose como nunca.
Muchos años
después, comentando el tema con el, me aclaró que en el relato del sainete
tenía que representar a un personaje que padecía “almorranas”, las cuales se le hinchaban tanto que reventaban a
consecuencia de su tamaño.
Para hacer esto verosímil, Honorio llevaba
alrededor de su cuerpo y escondido entre las ropas, unas cuantas vejigas de
cochino (entonces no se conocían los globos), que previamente había llenado de
aire, y cuando el guión lo exigía,
explotaba cada una de estas revolcándose
por el suelo simulando dolor, que en el público producía todo lo
contrario: risa.
La unión del
texto con el ruido hacían vibrar al
público, generando entre los asistentes la carcajada y el regocijo de manera
generalizada.
En aquellos
tiempos y en el pueblo, cuando alguien
actuaba con este cometido en las representaciones, en vez de cómico (como se diría ahora), se le
llamaba “gracioso”.
¡¡Acertada
palabra para definir ese papel.!!
Pero, muchos mas años y
cosas se han sucedido desde entonces a hoy, a lo largo de los cuales, mi
recuerdo de Honorio conserva historias
entrañables que merece la pena relatar: Como cuando me contaba la orgulloso que
estaba de la parral que tenía en su casa
y que con la poda había extendido y acomodado por todo el tejado de la
parte baja. Parece que aún le estoy viendo cuando desde la pequeña terraza, que
daba salida de la vivienda al corral, me decía que la cosecha de esta planta le
daba para llenar una cuba de vino: Hasta 16 “talegotes” de uvas había recogido un año. Cómo cuando presumía de
su casa, aseverando que en todo el pueblo no había otra mejor, ya que ninguna,
salvo la suya, daba a tres calles. De la granja
de peces que mantenía con el agua del “pocín”
de la marra de Calzada en la cuneta de la finca de “entre los regueros.” De cómo salieron de la carretera con el cuatro latas viniendo de Felechares, al
intentar matar una avispa que se había colado por la ventanilla dándole con la
boina, yendo a parar a una tierra de patatas y sin que del accidente resultara
percance alguno. De cuando hicimos el
negocio de la compra de la máquina de limpiar del bisabuelo Pablo, que
el, a su vez, había adquirido a mi tío
Antonio Molinero, así como de la tratación,
armonía y amistad que mantenía con este. De cuando le compré la bici de
Felipe “El Perrero”, que sacamos de la casa de la carretera en San Félix y del
regalo que me hizo entonces, obsequiándome con una fiambrera de madera en dos
piezas para guardar “la ración” y que con cariño y aprecio conservo,
así como de la forma en que en una ocasión, cuando le invité en el bar, pidió un vaso de vino. Cuando el camarero se acercó,
le dijo: ¿Honorio, que tomas?. Este la contestó: “ponme
otro ”p´a llevar”.
Con frecuencia,
recuerdo esta expresión, reflexionando muchas veces sobre el contenido de la
misma, los matices que puede tener y la
sabiduría que encierra; tanto, que creo que nadie haya pedido en el bar una
consumición con esta letanía.
Había que se
originales para ello y Honorio, sin duda, lo era.
No solo en esto
sino en otras muchas cosas: Tengo en el recuerdo ”la foto” de cuado en verano, y para tomar el fresco, se sentaba en
la escalera, a la puerta de su casa con el cigarro encendido, aliviándose por un
rato de los calores veraniegos y las fatigas del trabajo; de lo contento que se
sentía por lo bien que estaban sus rapaces en Cadaqués, contándome sus
viajes a verlos como auténticas aventuras de las que, junto con su esposa
disfrutaba; del legado de herramientas y utensilios que el Honorio agricultor,
albañil carpintero, comediante, pescador, etc. nos dejó como recuerdo. Tanto y
tanto, que todo ello daban a su
personalidad un carácter irrepetible,
con un sentido del humor del que nunca
se desprendió. El, no discutía con las personas ni “porfiaba”; antes de enfadarse, las dejaba, el seguía con sus bromas
y chanzas. No cambiaba, era como si su papel de “gracioso”, aquel con el que yo le conocí por primera vez, hubiera
formado parte de su vida, ejerciéndolo a lo largo de su existencia.
Hasta siempre,
amigo.
Ponferrada,
noviembre de 2012.
Fdo. SANTIAGO
CRESPO GARCIA
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