La verdad, no
entiendo nada de cambios climáticos, calentamientos globales y demás conceptos
alarmistas que tan de moda están y por desgracia tan preocupantes parecen ser. Como
mucho podría hablar de los aparentes cambios de temperatura del último medio
siglo que llevo vivido, sin poder aportar datos objetivos y contrastables; como
nadie puede aportarlos en España con más de 150 años de antigüedad, porque
aunque cueste creerlo, son inexistentes. Tampoco me puedo extender más allá de
nuestra comarca, que es donde he encuestado al respecto a otras personas de
mayor edad, y sorprende el veredicto común al que me uno: antes hacía más frío.
Sin usar un termómetro lo sabemos porque tenemos un testigo infalible, el
hielo.
Los inviernos fueron
más inviernos, por norma general, en el último siglo: las eternas placas de hielo
en lagunas, el inolvidable y larguísimo carámbano que pendía de los aleros de
los tejados, las grandes nevadas, las diarias “cambricias” (heladas) matutinas…
Es sacar el tema y encontrar un cúmulo de historias y vivencias con el frío
como denominador común. Y lo verdaderamente extraño es que la calefacción, el
mejor remedio para combatir las bajas temperaturas, es un bien reciente; como
lo es la moderna construcción, y me refiero al único lugar conocido del que
puedo hablar y documentar, mi pueblo y sus alrededores.
Solo hay que volver
la vista a los edificios particulares de más de 100 años para encontrar puertas
que no ajustan, ventanas sin cristales, humedades en los bajos, tejados con
agujeros… sin electricidad, y por tanto electrodomésticos, ni maquinaria de
ningún tipo, ni saneamiento o abastecimiento de agua…. Las vestimentas tampoco
ayudaban demasiado; toscas prendas, con remiendos para aprovecharlas, y calzado
de cuero y suela de madera era el ajuar general. ¿Y el descanso nocturno? Pues
más de lo mismo, colchones vegetales en la mayor parte de los casos, o dura
lana sin somier, y ropa de cama tan tosca y áspera que hoy nos sería imposible
conciliar el sueño, y eso que la alimentación ahora es infinitamente mas
completa y abundante, aunque hay que reconocer que de peor calidad.
En las viviendas de
aquellos años solo había una fuente de calor, la lumbre en el suelo en una
estancia que hacía las veces de cocina, comedor, sala de estar, dormitorio…,
era el centro neurálgico de la familia, que por cierto, y para empeorar las
cosas, solía ser abundante en número. La siguiente pregunta lógica es: ¿cómo
pudieron sobrevivir nuestros antepasados en estas condiciones?
En la batalla que cada
año la población plantaba a los rigores invernales, intervenía desde tiempos
inmemoriales un ejército implacable, un aliado que aportaba labores de
intendencia para defenderse hasta en las peores condiciones posibles. Una tropa
adiestrada que de manera pacífica creó una serie de trabajos y costumbres que
condicionaban el año laboral agrícola y ganadero hasta límites insospechados.
Ellas son las ovejas; y aparte de la carne, de la venta de lechazos, de la
leche y subproductos como el queso, de los excrementos como extraordinario
abono, de la constante limpieza forestal, y un largo etcétera de bondades… su
pelo es recortado con delicadeza una vez al año, continuando el mercado y la
entrañable artesanía de un producto que fue imprescindible contra el frío: la
lana.
En la autosuficiencia
hogareña, y volvamos de aquellos años, la lana requería poco proceso para
convertirse en utilidad. Las ovejas se esquilaban en la primavera, antes de
llegar el calor, con unas extrañas tijeras unidas en la parte trasera con un
muelle. Los esquiladores las dominaban con gran maestría, uno a cada animal,
acostado en el suelo y con las patas atadas para no molestar y herirse. Del
corte de pelo se recogía una sola pieza, el vellón, que en un animal adulto
solía pesar en torno a los 4 kilos.
El vellón requería un
buen lavado con agua muy caliente, para eliminar la suciedad e impurezas de
todo un año, un enjuague con agua tibia y se tendía a secar al sol. Una vez
recogida la lana limpia y seca en casa, se desenredaba y estiraba a mano para
conseguir el efecto “algodón”, acción que se conocía como “escarbenar”
(escarmenar). Luego se hacían pequeños rollos llamados “rocadas” para insertar
en la rueca, ese curioso bastón al que cerca de un extremo se le practicaban
dos cortes longitudinales y cruzados, y al agua y fuego se doblaban hacia fuera
consiguiendo una forma de piña característica. El primer hilo de la rocada se
sujetaría al huso, palo torneado también llamado “fuso” o “fusa”, que con un
rápido giro de los tres primeros dedos de la mano derecha se haría girar para
torcer las fibras, y con su propio peso la delgadez necesaria para hilar con
finura.
Ese hilo de lana se
me antoja como la fibra óptica del pasado, un hilo transmisor de usos y
costumbres, de historias y leyendas…, de
la sabiduría popular. Las mujeres, como norma general, eran las encargadas de
“filar” durante todo el año en sus ratos “libres” y en tiempo de invierno en
particular en unos puntos de reunión conocidos como hiladeros, “filaderos” o
“filandones”, aparte de otras variantes. Solía haber uno en cada barrio, y
parece que el hilar era la escusa para reunirse los vecinos por las noches,
después de cenar, para cantar, jugar y contar historias e incluso debatir temas
comunales; era el esperado y deseado momento de “aserenar”. Las jóvenes eran
iniciadas en el arte del hilado, y los mozos aprovechaban para lo propio de la
edad, el ligue, creando un importante movimiento nocturno de jóvenes y mayores
en algunos pueblos llegando a prohibirse por Gobierno y desaprobándose por la Iglesia.
Es difícil hoy día
imaginarse un hiladero, acostumbrados a locales limpios, aireados, luminosos…
De ahí el mayor valor al trabajo de unas incansables manos femeninas, casi
siempre arrugadas, sin mayor aliciente que procurar prendas para combatir el
frío de los suyos. Una cocina con la lumbre en medio, o la parte limpia de una
cuadra aprovechando el calor de los animales, y el candil de aceite o los menos
“carburos” para un tenue alumbrado era suficiente para que aquel fino hilo fluyera
sin prisa, pero sin pausa… pero eso ha de contarse en otra historia, que
seguiremos en otra ocasión. (Muy pronto)
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