¿Quien no conoce
aquel entrañable pueblecito celta, sito en la Galia, tan famoso como irreductible
para el opresor romano?¿Quien no sería capaz de nombrar algunos de sus valientes
guerreros, sus oficios y aficiones, sus aventuras, su secreto mejor guardado, su
menú…? Algo más difícil sería recordar la única cosa que les despertaba un
miedo irrefrenable; temblaban aterrados pensando que el cielo pudiera
desplomarse sobre sus cabezas. Tal vez, como posible descendiente de otros pueblos
celtas, (menos irreductibles para los romanos), también me haya preocupado que
el cielo pueda desplomarse sobre mi cabeza y la de quienes más quiero, y por
supuesto la de mis convecinos. Aunque solo sea una pequeña parte del cielo, que
en su inmensidad no es poco, y haya venido de incógnito disuelta en bondadosa e
inocente lluvia.
En mi aldea natal,
donde los romanos trazaron su calzada y levantaron sus campamentos, recuerdo
que el bardo Abecedarix, un moderno maestro de escuela, nos enseñó e hizo
aprender de memoria que el agua era “un mineral líquido, incoloro, inodoro e
insípido…”, base de la vida, que se nos mostraba naturalmente con sustancias
disueltas, cosa que no ocurría con el agua de lluvia, al ser producto de
evaporación. Todavía creo ver aquel gráfico ilustrativo, en el que un río
descendía de las montañas y entregaba su agua al mar. Allí el sol la calentaba
y evaporaba, creando las nubes. Entonces los vientos las transportaban a las
montañas, que regaban en forma de lluvia por la condensación, devolviendo la
sobrante de empapar la tierra de nuevo a los ríos. Que ciclo tan bonito. Así
aprendimos desde muy pequeños por qué llueve sobre nuestra aldea; y por qué,
aunque nos tuvieran sitiados, nunca nos faltará el agua para resistir, ahora y
siempre a algún invasor, igual que los galos.
La aldea del cuento
estaba vigilada de cerca por el campamento romano Petivonum. En la aldea que
resido, a un paseo a caballo del campamento Petavonium - qué casualidad - un día
el agua en los recipientes y aljibes situados bajo los tejados dejó de ser
cristalina; halos coloreados marcaron en su interior anillos como los de los
troncos de los árboles, o se tiñeron de rojo sangriento por completo. Los sabios
locales no acertaron a explicar este repentino y extraño fenómeno, y
preocupados enviamos mensajes al resto de aldeas con la esperanza de algún
razonamiento concluyente. Si el agua era sinónimo de vida, la nuestra estaba
tintada de incertidumbre.
Emulando al druida de
largos y plateados cabellos y barbas, el sabio Panoramix, recogí muestras en
frascos variados para ver la reacción al paso del tiempo. Me armé incluso de
microscopio y cámara de fotos para indagar en la anomalía, captando la atención
de varios curiosos y sus respetables posibles aclaraciones. El agua cristalina
del cielo se tornaba colorada en apenas un cuarto de luna, llenándose de microscópicas
perlas rojas como agavanzas maduras, estando el frasco tapado y expuesto al
padre sol. El consejo de sabios, reunidos bajo el Escudo Averno y en mayoría
absoluta, concluyó en no saber y que decir al respecto, el jefe decretó alerta
y paciencia, y la comunidad elevó sus súplicas a Teutates, encarnado en el
monte Teleno del que formamos parte.
Un día, de muy lejos
o más allá, llegó a la aldea un caballero Lozano que hacía llamarse Javier, en
un oscuro y ruidoso corcel con patas de goma, con la idea de resolver el
enigma. Y en su alforja llevó uno de mis frascos de agua de lluvia a una
provincia lejana, donde dijo unos sabios poseen ojos capaces de ver lo
invisible, y máquinas para hurgar en lo inalcanzable. Nerviosos y preocupados
esperamos su vuelta; era menester conocer la solución, que llegó con sorpresa.
En primer lugar, calma, no había peligro. Solo fue que un bichito viajero, un
hábil piloto de las nubes, cruzó una inmensidad para venir a conocer el valle
de Vidriales. Es un turista invisible, que nos ha insinuado que no le gusta el
“sol y playa”, que es más de húmeda y sombreada montaña. A decir verdad, y al
contrario que a nosotros, no le gusta el sol, porque reseca su increíblemente
fina y delicada piel, y ciega sus ojos. Pero para él es el motor de despegue en
su vuelo intercontinental, así que se ha adaptado para resistir y convivir en
la madre Natura con su particular inconveniente. Quizás de las nueces que
conociera en alguno de sus largos viajes, aprendiera a proteger su cuerpecito
con un escudo blindado. Y para demostrar que está dispuesto a luchar por su
vida, lo ha teñido de colores de guerra, como los viejos reyes, de rojo
carmesí. Al descender a tierra envuelto en lluvia, se encenderá como un
farolillo en señal de peligro, dormitará y soportará viento y marea hasta que
algunas condiciones sean propicias. Entonces romperá su coraza, apagará sus
colores, y con un impulso mágico volverá a subirse a lomos de su caballo
nebular para surcar los cielos y visitar otras tierras, otras gentes.
Me ha gustado
conocerlo, y saber de sus cualidades y pequeñas manías. Como embajador y
observador internacional ha dado a Vidriales muy buena calificación; su larga
estancia indica la elevada calidad medioambiental de nuestra tierra. Me ha
gustado también saber que su color no es rubor ni rabia por sentirse observado;
su propio nombre indica que simplemente es un coco de corazón: corazón de
coraza y de color de corazón. Pues con corazón de anfitriones, que con la misma
paz que ha llegado vuelva cuanto quiera, nuestra comarca es su hogar.
Esta pequeña aldea,
al igual que aquella de la Galia, celebrará el final feliz cuando lleguen las
largas noches de invierno. Será entonces, en algún serano y al amor de la
lumbre, cuando el sabio y Lozano Javier nos explicará con más detalle las
características del colorado visitante. Yo he querido ambientarme en el
imprescindible cómic de Goscinny y Uderzo, mi colección de cabecera preferida,
para no tener que hablar de química, de biología, de aeronáutica, de meteorología…,
y quizás así haya evitado que me tapen la boca y aten al árbol, como al bardo músico
del cuento.
Hace ya muchos años,
un sabio dijo, haciendo un ejercicio de realismo y humildad: “Si he podido ver
más lejos, ha sido erguido sobre hombros de gigantes”. Yo no he podido ver más
lejos, y de hacerlo nada hubiera podido entender. Pero si mucho más claro, y he
visto y veo la grandeza humana en colaboración y desarrollo, en investigación y
preocupación por el maravilloso ecosistema que nos alberga y nos da la vida.
Para este caso, estos han sido mis gigantes:
Javier Fernández
Lozano
Antonio Guillén
Oterino
Gabriel Gutiérrez
Alonso
José Abel Flores
Piedad Franco y
Marta Martínez
Sánchez
Hoy estamos a salvo,
pero puedo decir que mañana estaremos atentos.
Gracias.
Publicación en la Real Sociedad Española de Historia Natural:
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