Es 31 de enero, en sus últimos
minutos. Noche cerrada, ideal para estar en casa, en la cama y bien arropado. Noche de viejos refranes: dicen que “a febrero lo inventó un casero”. Llueve, o
parece que no; pero la calle sigue encharcada y el viento, sin ser frío cala
hasta los huesos. Hace como hizo el resto del día, y como seguro continuará
mañana. O todo lo contrario, salga el sol y fuerce a ponerse a la sombra; ya se
sabe: “febrerillo el loco, unas veces por mucho y otras por poco”; o “febrerillos
sin ser locos, se han conocido pocos”. Así es "febrero, un rato al sol, y otro
al humero".
Se puede cruzar el pueblo de esquina a
esquina y no se verá ni un alma. Ni los perros se molestarán en ladrar,
acurrucados en su rincón; como mucho gruñirán para cambiar de postura. Alguna menor caminata hizo falta para llegar a la iglesia, y enfilar la escalera del
campanario. Un par de resbalones avisan que la prisa es mala compañera de viaje;
los peldaños parecen almoadillados de verdín, y la bajada puede ser al rodón. Algún bien pensado había subido horas
antes para dejar abierto el candado de la cancela, así que se podía acceder al interior con facilidad. Como en las grandes
operaciones, todo está calculado, pongámonos mano a la obra.
El viento silba entre los ventanales,
el suelo está mojado y resbala por las cagadas de paloma, de pardal, y de
cualquier volador que busque cobijo fácil en la casa de todos. La oscuridad es
total, una luminaria prevista en las últimas obras hubiera estado bien para
estos casos. La pequeñita linterna del móvil ayuda a encontrar las cuerdas de
los badajos. Son en punto; es la hora de continuar la tradición.
Por santa Brígida, o por “echar a
enero fuera”, como dicen los vecinos de Congosta, el caso es que hay que tocar
o aporrear las campanas con fuerza, cada uno según su talento. Yo me quedo con el
aporrear, y para justificarme pienso que tocando mal mejor se espantan los renoberos
que se esconden en las nubes, moldean el granizo, y lo lanzan contra el fruto
de nuestros campos. El mal también derrota al mal.
Pero qué difícil, se ha hecho subir a
la torre. Dónde estaba hoy tu alegría innata, compañero campanero, y tus ganas
de tocar para que todo el pueblo se entere que tenemos que defender este bastión medieval. Parece como si por primera vez los renoberos hubieran ganado
esta guerra mitológica, inutilizando nuestras armas acústicas, pero no; fue otro
bicho igual de repelente el que te llevó de nuestro lado.
Ésta última serenata campanera fue por
ti, compañero. Allá donde hayas ido, en esta noche mágica, te imagino en algún
campanario celeste agarrado a las cuerdas dale que te pego para espantar a los
malvados apedreadores de cosechas, como hiciste siempre, desde que pudiste
subir a la torre de niño.
Esta nuestra tierra deja de ser la
misma con cada uno que os vais; solo que algunas ausencias se sienten más que
otras.
Un abrazo eterno, Jose Luis.
Muy emocionante Joaquin!!!! Un abrazo Paulina
ResponderEliminar