Creo, sinceramente, que los que vivimos en zonas rurales podemos ser unos privilegiados. El constante contacto con la naturaleza nos proporciona una tranquilidad y bienestar difícil de conseguir con otros medios, si lo queremos apreciar. En Ayoó, por ejemplo, a escasos metros de casa disponemos de sólidas peñas donde encaramarnos y disfrutar de lejanas vistas, o de un pequeño embalse en el que el simple reflejo del cielo sirve de antídoto para los males del espíritu, o de un monte que cada día se acerca a nuestros hogares con una encina nueva o un brote de jara más. Es reconfortante el frío o el calor, porque es natural, o el viento porque huele a flores, como hoy, que nos acompañó insistente en nuestra visita a la casa rural de Congosta, a última hora de la tarde, y aunque no pagó una ronda quedó como perfecto compañero y anfitrión.
Hoy la naturaleza se ganó un diez. Porque aparte de lo dicho me permitió disfrutar en la cercanía de un nervioso y esquivo animalito. Perfectamente mimetizada entre unas ramas allí estaba, esperándome, y sigo sin saber como la pude descubrir. Tranquila, me permitió ir al coche por la cámara de fotos, y posó silenciosa e inmóvil para más de una docena de fotografías desde diferentes ángulos. Dejó, coqueta, enfocarla a escaso medio metro de su hocico estrecho y orejas largas. A lo mejor aquella liebre me estaba observando a mi con mas curiosidad que yo a ella. Después de las fotos y largos minutos agachado de cómplices miradas me fui, porque al fin y al cabo… ¿quién soy yo para turbar su existencia?
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