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miércoles, 15 de febrero de 2012

Las sopas de ajo



Me confieso, con cierto rubor, una nulidad en la cocina. Yo las construyo, de todo tipo, al gusto del cliente; menos mal que al término nadie me pide el manual de instrucciones. Cuando llega el caso pongo como excusa que una vez entré, y seguí al pié de la letra el mensaje grabado en un pequeño bote: “sal”, y no volví a entrar. 

Seguramente la explicación está en que siempre he tenido al lado una persona que me ha preparado la comida, y que lo ha hecho muy bien, fomentando mi holgazanería en ese campo. Lo cierto es que, gracias al antinatural microondas, mi mejor plato sigue siendo calentar la leche para el desayuno, que no es poco. Para muestra de lo que digo, y con permiso de mi esposa, voy a contar una anécdota que no sé si es para reír o llorar, aunque siempre prefiero lo primero, avalado por una cita de Chamfort, académico francés, “El día peor empleado es aquel en que no se ha reído”. 

Hace algún tiempo, estando mi esposa enferma en la cama, le sugerí que si me iba aconsejando, yo podría poner la comida, sería sus ojos, sus manos… ¡cuánta fantasía! Ella accedió, realmente no es algo tan complicado y un plato caliente a todos nos sentaría bien. Haríamos algo sencillo: arroz, la comida más comida. La verdad es que no empezamos bien, con la primera orden ya tuve problemas, aquello de poner agua a calentar necesitaba matizarse, y el corto trecho del dormitorio a la cocina lo recorrí varias veces preguntando qué cazuela, cuánta agua, qué fuego…. Bueno, con el agua caliente, me mandó añadir unas pastillitas de no se que caja y el contenido de una bolsa del congelador, algo así como un precocinado para caldo y lo mismo para paella. Varios viajes más explicándole con detalles lo que iba sucediendo dentro del recipiente, y entonces me dijo que ya era el momento de ponerle el arroz: cinco “puñaos”. Esto es lo que mejor entiendo, pensé confiado; como las balas me fui a la cocina, y saqué pecho, porque por fin iba a comer algo cocinado por mí. Con entusiasmo abrí las puertas de los armarios y allí estaba el bote, entre montones de botes, altos, bajos, con colores, transparentes…, el siguiente paso lo iba a cumplir con precisión de cirujano. Con el bote de la sal en mi mano izquierda, introduje la derecha y añadí un buen “puñao” a la cazuela, luego otro, otro y otro, y cuando iba a cargar el quinto me di cuenta que aquello no iba bien, bruto de mí, ¡que yo tengo el “puñao” mucho más grande que el de mi mujer! Bueno, pues le pongo solo cuatro, si acaso luego se lo añado, pensé. Unas cuantas vueltas con el cucharón de madera, feliz, porque aquello no olía mal, y volví a por otro sabio consejo al dormitorio donde reposaba mi esposa. –“Ya está, ¿Cuándo le ponemos el arroz?- le dije con una sonrisa de oreja a oreja. Recuerdo perfectamente su cara de sorpresa cuando me contestó: -¿Pero… entonces… ¿qué le echaste ahora?. Nunca pensé que aquello fuera tan grave, así que tras aguantar el merecido chaparrón volví a la cocina y le puse los cinco “puñaos” de arroz, por mucho que “la experta” me mandara tirar aquello, apagar el gas y preparar algo más fácil, a la altura de mis posibilidades: una comida latina, o lo que es lo mismo, abrir latas, fiambres, queso… etc. El agua por fin desapareció, como casi el hambre, cuando probamos aquello que tenía excelente color y olor pero insoportable sabor. Yo creí que no estaría mucho más salado que las patatas fritas, por ejemplo, y la verdad es que el agua del mar era agua bendita comparada con mi “comistrajo”. 

Mis dos perritas me miraron con infinito odio cuando les puse un poco en su platito, pensarían qué habrían hecho de malo para merecer aquel castigo. Nuestro gato me ignoró por completo y saltó la pared que nos separa del vecino en busca de otra familia más responsable que le diera algo con que mover los bigotes. Mi corta carrera de cocinero acabó aquella mañana junto con el arroz en el cubo de la basura, ni siquiera dictándome las respuestas aprobé el examen. 

La parte buena es que mi esposa nunca me ha vuelto a dejar coger una cazuela. La mala, que con éstos antecedentes todavía me atrevo a recomendar una receta de cocina, las sopas de ajo. Pero las auténticas, las sencillas,… las humildes sopas de ajo. 

Ingredientes: agua, pan de hogaza (mejor del día anterior), pimentón, ajo, un chorrito de aceite o un dedal de unto y sal. Preparación: Poner una cazuela con agua al fuego, aparte en un mortero se machacan unos dientes de ajo con unas granas de sal gorda y el unto. Cuando empieza a hervir se le añade el contenido del mortero con el pimentón y el chorrito de aceite, y por último el pan cortado en rebanadas finas. Servir muy calientes y comer preferiblemente con cuchara de madera y en cazuela de barro. El color, la textura, el aroma, el sabor… son tantas las sensaciones que nos llegan ante un plato de sopas de ajo, que ya Ricardo de la Vega (1839-1910) contaba así sus bondades:
Siete virtudes tienen las sopas, quitan el hambre y sed dan poca, hacen dormir y digerir, nunca enfadan y siempre agradan, y crían la cara colorada.

Esto de la cara colorada es un clásico signo de buena salud, nada tiene que ver con la rojez de la vergüenza, de la temperatura o de la producida por la ingestión de vino, aliado éste de las sopas, como recoge el refrán: “Toma después de las sopas un trago, y ríete del médico y del boticario”. A Ricardo de la Vega tanto cariño por las sopas le venía de casta, como al galgo; ya su padre, Ventura de la Vega (1807-1865) escribía así:

Cuando el diario suculento plato,
base de toda mesa castellana,
gustar me veda el rígido mandato
de la Iglesia Apostólica Romana;
yo, fiel cristiano, que sumiso acato
cuanto de aquella potestad emana,
de las viandas animales huyo
y con esta invención las substituyo.

Ancho y profundo cuenco, fabricado
de barro (como yo) coloco al fuego;
de agua lo lleno: un pan despedazado
en menudos fragmentos le echo luego;
con sal y pimentón despolvoreado,
de puro aceite tímido lo riego;
del ajo español dos cachos mondo
en la masa esponjada los escondo.

Todo al calor del fuego hierve junto
y en brevísimo rato se condensa,
mientras de aquel suavísimo conjunto
lanza una parte en gas la llama intensa;
parda corteza cuando está en su punto
se advierte en torno y los sopones prensa,
colocado el cuenco en una fuente,
se sirve así para que esté caliente.

¡Que aproveche!







3 comentarios:

  1. De pequeño no podía verlas, puede que fuese porque era una de las comidas más comunes y más baratas.
    Hoy si que me apetece comerlas de vez en cuando.

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  2. Impresionados quedamos / de cocina tan "fermosa" / mucho más del texto impreso / y anécdota tan graciosa.
    Ti Joaquín:
    Eres inepto en cocina / y convencido confiesas / yo soy mucho más que tú / y el decirlo me avergüenza. Admiro a tu buena esposa / y a la mía ¡ qué paciencia ! / que por mucho que lo intenten / no pasaremos la prueba. ¡ Qué sensaciones tendrían / pobre gata y pobres perras / Mirando los trenzados ajos / el mortero y los etcéteras / casi se huele el aroma / que sale de la cazuela / de barro de este Jiménez / o de aquél de Pereruela. En este invierno de heladas / sopas de ajo bien hechas / por unas manos de madre / de la esposa o de la abuela / cocinadas con cariño / con la familia en la mesa / saben a gloria bendita / porque hay mucho amor en ellas. Se llena el vaso con vino / de este Valle o de esta tierra / brindamos por todo lo alto / ¡ que vivan las cocineras !

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  3. Las sopas de ajo, tal cual las hacia mi madre, y yo tambien las hago así, nada de jamon, chorizo y nada, asi tal cual. Y por lo de ejercer de cocinero, me da la risa. Manolita tiene un arma poderosa para someterte, si quisiera, ponerse en huelga de cocina una temporada y a ver que pasaba, ja ja ja. Es una broma. Un abrazo y sigue con tus escritos que no me los pierdo. Un abrazo Paulina

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