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domingo, 28 de octubre de 2012

Años con nombre propio


Desde donde alcanza la memoria a nuestros días, han transcurrido algunos años que por sus características, casi siempre nefastas, se recuerdan con nombre propio, el relativo a la eventualidad que lo hizo popular. No son los años para un individuo en particular, como podría ser “el año que me casé”, ni siquiera para un pueblo, “el año que cambiaron las campanas”, son años renombrados en una extensa comarca, una comunidad autónoma o la nación entera.

Pero nuestros mayores recuerdan estos años no con rencor, si no con orgullo, el propio de haberlos superado y poder vivir para contarlo. Ya dice el refrán: “lo que no te mata te hace más fuerte”. Y extraordinariamente fuertes son cuando sobrevivieron a inclemencias atmosféricas graves, guerras, miserias y desgracias familiares. Me maravilla ver que al preguntarle por esos años no escatiman una sonrisa a su arrugado rostro, ni se avergüenzan de su indefensión ante los infortunios; muy al contrario, con sabia autoestima valoran la resignación y humildad con la que fueron capaces de subsistir y adaptarse, y como decía el refrán, fortalecerse.

Hoy es difícil comprender aquellos hechos, ya que disponemos prácticamente de todo tipo de recursos. Pero los primeros tres cuartos del pasado siglo nuestros pueblos carecieron de lo más elemental, aunque vivieron sobrados de lo verdaderamente importante: humanidad. Las adversidades no fueron tales en cuanto fueron compartidas, con mutua, desinteresada y fraternal ayuda.

Por eso nuestros abuelos, con una sonrisa en los labios, recuerdan un episodio muy famoso, “el año de la nevada”, por la gran nevada que cubrió España entera los primeros días del mes de febrero del año 1954. Por la noche en algunos lugares de nuestra contorna se arremolinó más de metro y medio de nieve, cubriendo puertas y ventanas, dejando personas atrapadas en el interior de sus viviendas. Túneles y callejones fueron excavados en la nieve para intentar normalizar la situación. Parece ser que una masa de aire caliente propició un deshielo rápido, porque de haber persistido, la situación se hubiera recordado catastrófica en lugar de anecdótica.

En los primeros años de la década de los cuarenta sucedieron otros dos eventos memorables. El primero ocurrió el 15 y 16 de febrero de 1941, y dio nombre al “año del huracán”. Un temporal inusitado azotó la mitad norte de la península, causando enormes destrozos a su paso. Los vientos huracanados del sur de más de 200 kilómetros/hora avivaron el fuego que destruyó el centro histórico de Santander. En el observatorio de León se registraron casi 120 kilómetros/hora, y en el de Valladolid 112. En nuestra comarca el viento arrancó árboles, tejados, incluso dicen que mató animales en el monte. En el vecino pueblo de Sitrama, en la cuesta de la encina, la milenaria encina que daba nombre a la cuesta no pudo resistir los envites del vendaval y cayó abatida de raíz.

En 1942 comenzó una sequía, una “pertinaz sequía”, que desembocó en el “año del hambre”, 1945. Política aparte, por la época en la que se desarrolló el hecho, en León, el 29 de julio de 1942, se registraron las más altas temperaturas desde la invención del termómetro. Y según los datos de la Confederación Hidrográfica del Duero, el menor valor de precipitación de su historia se produjo en los años 1944 – 1945, con 377 mm. Durante estos años, en nuestros pequeños pueblos el autoabastecimiento llevó a la gente a ardides extravagantes, como el embutido de chorizo de patatas, mezcla de la escasa cantidad de carne de los desnutridos cerdos con patatas cocidas para aumentar la provisión de la despensa. El pan se amasó con harina de centeno, adquiriendo un color y sabor bien distinto a nuestro acostumbrado pan que cuántas veces despreciamos y arrojamos a la basura. Dicen que quien tenía dos parejas de vacas se deshizo de una, y quien tenía una pareja solo quedó con una vaca, para trabajar “a coyunta”, es decir, emparejando su vaca con otro propietario de vaca solitaria.

 Por las características del 1942 en nuestra comarca, también se conoció como “el año ruin” (hay quien dice que fue el 45). Las cosechas fueron tan exiguas que el cereal no se segó a hoz, se arrancó de raíz debido a su corta estatura. Apenas hubo fruta, ni uvas, y cuentan por Vidriales que en Ayoó y Congosta sin embargo fue un año normal, debido seguramente a alguna tormenta que aportó al campo el agua suficiente en el momento idóneo.

Entre tanta desgracia la picaresca acuñó al año 1945 otro apelativo, “el año de la bomba”. Fruto de los bombardeos atómicos sobre Japón para forzar su rendición y el final de la Segunda Guerra Mundial, la mal informada población creó un bulo de las escasas noticias sobre los efectos de la diabólica arma. “El año de la bomba” se recuerda todavía hoy en Vidriales por lo particular de los nacidos en aquel año: “la quinta de la bomba”. Al parecer, y según ellos, las explosiones los afectaron siendo un original grupo, jovial, extravertido... peculiar.

Así se recuerda el siglo XX, como progreso pero también como difícil, en el que nuestros abuelos pasaron con nota la implantada asignatura de salir hacia adelante, y lo consiguieron sin más recurso que su trabajo y sacrificio, y además, con una sonrisa en los labios. Vaya por ellos, valientes y luchadores.

Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos. Pero quienes luchan toda la vida… esos son los imprescindibles.
(Bertolt Brecht)



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