Decía acertadamente Graham
Greene (1904-1991), novelista británico, que “siempre hay un momento en la
infancia en el que se abre una puerta y se deja entrar al futuro”. A Manuel
Diez Barrigón esa puerta se abrió a los 9 años, y lo arrastró para siempre. En
tan tierna edad abandonó su pueblo natal, Santa Eulalia de Tábara, dejó con
gran pesar su casa, su familia, sus amigos…, para irse con su tío Ginés a vivir
a Santibáñez, pueblo vidrialés en el que regentaba una fragua, para conocer e
instruirse en el duro oficio de herrero. Para describir este hecho, hoy
recurriríamos a términos tan severos como privaciones, explotación, abuso… Era
el año 1948, y Manuel, como el resto de contemporáneos que tampoco disfrutaron
de una niñez ociosa, nunca lo ha visto así; al contrario, habla con orgullo y
naturalidad de aquellos años difíciles en los que toda ayuda fue poca para
salir adelante.
Con detalle cuenta como comenzó levantándose temprano para a las 7 de la mañana estar ya en la fragua, hacer lo mandado hasta las 9, asearse, desayunar, e irse al colegio. Por la tarde, tras los deberes, volvía decidido a dar un último empujón al negocio familiar. Esta costumbre lo acompañó el resto de su vida laboral; madrugar para encender la fragua y trabajar en ella 2 ó 3 horas, almorzar, y salvo el descanso de mediodía para comer y disfrutar de los rápidos café y partida con sus vecinos, trabajar hasta el sol puesto, o más bien hasta entrada la noche, de lunes a domingo. Las vacaciones que pudo disfrutar fueron las del cambio de trabajo: agricultura, ganadería, o lo que fuera menester con tal de aportar un extra a la casa que mandó construir, para compartirla con su esposa Mª Fe, y unos años más tarde, con sus tres hijos, Mª Fe, Manuel “Manolín”, e Irene.
Su primer trabajo en la fragua fue el de hacer los agujeros para los clavos a las herraduras. Pronto conoció el arte de la forja para el moldeado y afilado de rejas o útiles de labranza; más tarde, por méritos propios, dejó de ser Manuel para ser conocido como Manolo, Manolo el herrero. Por aquel entonces los sueldos eran por jornada trabajada: a 50 céntimos de peseta; y la producción variaba según las épocas del año. También, con la demanda de nuevos aparatos, le fue exigida una constante especialización, adaptación y perfección. Así se fue pasando de los aros de los carros, a los rodesnos de molino, a las norias de los pozos, a la fabricación de romanas, máquinas de voltear la trilla y por último a la elaboración y reparación de aperos de tractor.
Con los cambios la fragua se fue apagando; los últimos rescoldos sirvieron para reconstruir o afilar azadas, zachos, zadones de monte o utensilios para la construcción, a la vez que la soldadura eléctrica, y la fuerte demanda de puertas, ventanas y otras necesidades de hierro para las obras dieron al local un nuevo uso, y a Manolo otra profesión, la de carpintero metálico. Allí fue donde su hijo “Manolín” se animó a especializarse con el aluminio, más moderno, en la actual fábrica anexa a la fragua.
Esta fue la definitiva puntilla al ancestral arte en tan respetable local, y esta la andadura de Manolo el herrero hasta que la jubilación le devolvió el tiempo perdido de la niñez. Ahora que su fragua y sus máquinas duermen, sus artesanales miniaturas cobran vida como sofisticados juguetes, aunque creo que en realidad son sus más serias y agradecidas actividades. La maestría aprendida de tantos años escudriñando el hierro, se expone en un cuarto de su casa en forma de objetos con centenares de detalles. Juntos, y por separado, dan fe de que nunca es tarde para crear, ilusionarse e ilusionar, jugar y contar historias con sus realistas obras de arte, copias metálicas de lo que sus ojos ven y sus manos no tiemblan en reproducir. Obras pequeñas en tamaño, grandes en mérito y precisión, todas realmente entrañables, fieles reflejos de la alegría que nunca abandona su rostro, ni a su carácter extrovertido y afable; creaciones construidas de la forma tradicional: sierra, lima, compás, punzón…, y paciencia, según se dice, la madre de todas las ciencias.
Siempre es un placer cruzar el azul umbral de su fragua para saludar a un artista, y por suerte a un amigo; en aquel fresco, sombrío y misterioso escenario de suelo de tierra, techumbre ennegrecida por el hollín del carbón vegetal que allí se quemó en cantidades inimaginables, y paredes de barro cubiertas de extraños útiles yermos e imprescindibles, el reloj se detiene, e inicia una rápida marcha atrás para rememorar otros tiempos con mejores historias y sabias moralejas. Si la vida mereciera un examen, Manolo ha cumplido a la perfección en Santibáñez la difícil disciplina, desde niño, de trabajador innovador; aportando, en su especialidad, remedios, alternativas y soluciones a las necesidades de todo el valle de Vidriales. Jubilado, elabora composiciones y miniaturas entre las paredes de su fragua, auténtica asignatura pendiente de tan extensa vida laboral.
Por mi parte… matrícula de honor.
Con detalle cuenta como comenzó levantándose temprano para a las 7 de la mañana estar ya en la fragua, hacer lo mandado hasta las 9, asearse, desayunar, e irse al colegio. Por la tarde, tras los deberes, volvía decidido a dar un último empujón al negocio familiar. Esta costumbre lo acompañó el resto de su vida laboral; madrugar para encender la fragua y trabajar en ella 2 ó 3 horas, almorzar, y salvo el descanso de mediodía para comer y disfrutar de los rápidos café y partida con sus vecinos, trabajar hasta el sol puesto, o más bien hasta entrada la noche, de lunes a domingo. Las vacaciones que pudo disfrutar fueron las del cambio de trabajo: agricultura, ganadería, o lo que fuera menester con tal de aportar un extra a la casa que mandó construir, para compartirla con su esposa Mª Fe, y unos años más tarde, con sus tres hijos, Mª Fe, Manuel “Manolín”, e Irene.
Su primer trabajo en la fragua fue el de hacer los agujeros para los clavos a las herraduras. Pronto conoció el arte de la forja para el moldeado y afilado de rejas o útiles de labranza; más tarde, por méritos propios, dejó de ser Manuel para ser conocido como Manolo, Manolo el herrero. Por aquel entonces los sueldos eran por jornada trabajada: a 50 céntimos de peseta; y la producción variaba según las épocas del año. También, con la demanda de nuevos aparatos, le fue exigida una constante especialización, adaptación y perfección. Así se fue pasando de los aros de los carros, a los rodesnos de molino, a las norias de los pozos, a la fabricación de romanas, máquinas de voltear la trilla y por último a la elaboración y reparación de aperos de tractor.
Con los cambios la fragua se fue apagando; los últimos rescoldos sirvieron para reconstruir o afilar azadas, zachos, zadones de monte o utensilios para la construcción, a la vez que la soldadura eléctrica, y la fuerte demanda de puertas, ventanas y otras necesidades de hierro para las obras dieron al local un nuevo uso, y a Manolo otra profesión, la de carpintero metálico. Allí fue donde su hijo “Manolín” se animó a especializarse con el aluminio, más moderno, en la actual fábrica anexa a la fragua.
Esta fue la definitiva puntilla al ancestral arte en tan respetable local, y esta la andadura de Manolo el herrero hasta que la jubilación le devolvió el tiempo perdido de la niñez. Ahora que su fragua y sus máquinas duermen, sus artesanales miniaturas cobran vida como sofisticados juguetes, aunque creo que en realidad son sus más serias y agradecidas actividades. La maestría aprendida de tantos años escudriñando el hierro, se expone en un cuarto de su casa en forma de objetos con centenares de detalles. Juntos, y por separado, dan fe de que nunca es tarde para crear, ilusionarse e ilusionar, jugar y contar historias con sus realistas obras de arte, copias metálicas de lo que sus ojos ven y sus manos no tiemblan en reproducir. Obras pequeñas en tamaño, grandes en mérito y precisión, todas realmente entrañables, fieles reflejos de la alegría que nunca abandona su rostro, ni a su carácter extrovertido y afable; creaciones construidas de la forma tradicional: sierra, lima, compás, punzón…, y paciencia, según se dice, la madre de todas las ciencias.
Siempre es un placer cruzar el azul umbral de su fragua para saludar a un artista, y por suerte a un amigo; en aquel fresco, sombrío y misterioso escenario de suelo de tierra, techumbre ennegrecida por el hollín del carbón vegetal que allí se quemó en cantidades inimaginables, y paredes de barro cubiertas de extraños útiles yermos e imprescindibles, el reloj se detiene, e inicia una rápida marcha atrás para rememorar otros tiempos con mejores historias y sabias moralejas. Si la vida mereciera un examen, Manolo ha cumplido a la perfección en Santibáñez la difícil disciplina, desde niño, de trabajador innovador; aportando, en su especialidad, remedios, alternativas y soluciones a las necesidades de todo el valle de Vidriales. Jubilado, elabora composiciones y miniaturas entre las paredes de su fragua, auténtica asignatura pendiente de tan extensa vida laboral.
Por mi parte… matrícula de honor.
Un artista el Sr. Manolo, si señor.
ResponderEliminarOla mi padre!!!muxas gracias de parte del Sr.manolo el primero,y de toa la familia,q nos hemos emocionado leyendolo,gracias
ResponderEliminarmuy bueno...Señor Manolo....
ResponderEliminarMUY BIEN JOAQUIN, ERES TODO UN ESCRITOR, SIEMRE ME SORPRENDES. MOS VEMOS PARA JUNIO SI ESPOSIBLE. CONOZCO LA OBRA DE MANOLO Y ME ENCANTA. ABRAZS
ResponderEliminarUn maravilloso articulo, Joaquin, que describe a la perfeccion a Manolo el herrero, no puedo añadir nada a lo que he leido. Es afable, sonriente, honrado y siempre que lo necesitabas estaba ahi para echarte una mano. Y ademas de todo esto, un artista y un hombre bueno. Le mando un abrazo. Paulina
ResponderEliminarGracias de parte de Manolo el Herrero por estas palabras tan amables,....
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