Esta historia bien
pudiera parecer ficticia, si no fuera que dos de sus tres principales protagonistas
todavía dan fe, a mi me la han dado, de la veracidad de los hechos. Una
historia que se me antoja hermosa, agradecida, que tiene mucho que ver con las
personas y nada con su estatus, y que se desarrolla en un lugar de sobra
conocido por cuantos moran en nuestra comarca. Si tanto me gusta, además, es
por la sencillez y naturalidad del escenario, que de seguro evocará juventudes o
vivencias de los entraditos en años. A ellos dedico el presente artículo, y
también, especialmente, a los referidos protagonistas, auténticos ejemplos de
compostura y cordialidad.
Comienzo el relato
con una, para mí, lejana fecha, 1952. Era tiempo de invierno, cercano a la
Navidad, y un solitario coche circulaba por la carretera Benavente – Orense –
Vigo a media tarde, en dirección a Galicia. Por el mal firme del asfalto, o por
un descuido, o por ambas cosas, su conductor perdió el control del vehículo inclinándolo
ligeramente en la cuneta, en la curva de acceso al puente de piedra de
Camarzana de Tera. Todos los esfuerzos y maniobras por volver a la carretera
fueron infructuosos, y ningún otro vehículo que pudiera sacarle apareció en
largo rato de espera. Solo un humilde carbonero que volvía a casa de su trabajo
elaborando cisco en el paraje del “Chote”, con su borrico “de ramal”, cargado
con dos cestas de éste alimento de braseros, se percató de las necesidades de
los dos viajeros: el conductor y un joven adolescente, bien vestidos y ademanes
educados, que esperaban impacientes remedio para su problema. Era el señor José
Castro, de Cabañas de Tera, que detuvo su paso por si podía ayudar a los
accidentados. Les habló de la poca circulación de aquella carretera que él
conocía de diario, de la fría noche que se avecinaba, de que buscaría ayuda en
Camarzana o… que podían probar a tirar con su burro; era fuerte y el coche no
parecía demasiado atascado. Bajó la carga del animal, le enganchó una cuerda en
la collera, y todos a una empujando y tirando volvieron el vehículo al asfalto
para poder continuar el viaje, en medio de un gran alborozo. Aquel joven
preguntó al señor José si le permitía tomar una foto con su borrico, como
recuerdo de aquella anécdota, a lo que él accedió encantado. Luego le pidió su
dirección, que apuntó en un papel, y por último se presentó como Juan Carlos,
Príncipe de España, y le agradeció con efusividad el servicio prestado. Me imagino
que el señor José no prestó demasiada importancia a lo ocurrido, porque encontraba
natural ayudarse entre sí; refirió estas andanzas a sus familiares y amigos
pero a un tiempo las olvidó, inmerso en sus tareas.
Varios años más
tarde, en la Navidad de 1960, el cartero entregó un sobre al bueno del carbonero.
Dentro, para su agradable sorpresa, un manuscrito y una fotografía en blanco y
negro de él y su burro cargado con las cestas de cisco. Pero, del mismo modo
que gran parte de sus vecinos, ni el señor José ni su esposa sabían leer, y por
supuesto escribir, por lo que acto seguido viajaron a Santibáñez de Vidriales,
a casa de su sobrino Domingo Castaño, para que les descifrara el contenido del
sobre. El señor Domingo les explicó que la carta se la destinaba Juan Carlos,
el joven príncipe del coche, quien además de puño y letra le enviaba un saludo,
le agradecía otra vez la gesta en el accidente, y le deseaba salud para la
familia y felicidad en la Navidad. Por todo esto aconsejó al ilusionado señor
José, que por educación deberían contestar, y así lo hicieron; de labios del
tío, y de la corrección y puño del sobrino, cortésmente devolvieron gracias,
deseos y saludos. Solo que después de cerrar el sobre, al escribir la
dirección, se dieron cuenta que la carta que les había llegado no traía remite,
ni en el encabezamiento señas, ni en ningún sitio indicios del domicilio de Don
Juan Carlos. Me cuenta el señor Domingo, que al cabo de un rato de examinar los
papeles, se dio cuenta que la cuartilla era oficial: llevaba impresa una
transparencia con los datos buscados. Cinco años se mantuvo la correspondencia;
cinco años de buenos deseos en la Navidad, u otros intrascendentales motivos
cotidianos, hasta que en 1965 falleció el señor José y, como no podía ser de
otra forma, el señor Domingo finalizó con tristeza su labor de intermediario,
escribiente y corrector.
Una última carta
quedó en Vidriales sin escribir, un año sin felicitación navideña, quizás para
extrañeza de Su Majestad. Desde luego yo no he sido el más indicado, pero era
menester, aunque muy tarde, contestar. También pregunté por la posibilidad de
publicar la anécdota en éste blog, y como primera e ineludible norma necesito
consentimiento para incluir datos sobre personas o cosas privadas. Nuestro Rey
Don Juan Carlos no ha sido la excepción, y por medio de su secretario general
me lo ha hecho llegar, junto con una correspondida felicitación de Navidad que
he compartido gustosamente con el señor Domingo, como antaño hiciera su tío
José. Además, qué mejor día para publicar esta Real historia que el día 5 de enero, víspera y noche de Reyes, cumpleaños de Su Majestad. Con ella se ha cerrado el ciclo; la
última carta llegó a su destino, con nuestros mejores deseos para esta Navidad,
de generosidad en el nuevo año que acaba de comenzar, y de salud para su pronta
recuperación.
En el Portal de Belén,
hace más de dos milenios, reyes y carboneros, y gentes de todos los oficios se
postraron ante un niño; y desde entonces, por estas fechas, algo maravilloso
nos anima a agasajarnos con felicidad y buenos deseos. Esta es una noche mágica,
ojalá se cumplan todos nuestros sueños.
Desde Vidriales, para
todos, feliz año 2014.
Que bonito hermano. Hoy si que lo has bordado. Que callao te lo tenias. Nos has metido un golazo por toda la escuadra. Mi más sincera felicitación. Mañana lo haré en persona.
ResponderEliminarUna historia preciosa y contada maravillosamente, como es habitual en ti. Un abrazo y FELIZ 2014 para ti y tu familia. Paulina
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