Serían incontables,
las rodillas que en ese lugar se hincaron sin sumisión, o los labios que
besaron exentos de amor. Por entonces, la yerba del sendero se había olvidado
de crecer, bajo los pies y patas de tantos que buscaron en este santuario
remedio para sus secos adentros. Paso obligado, cuando el camino llegaba más lejos,
y también cuando no llegaba. Antaño ofrenda venerada, sin un mal estorbo que
ocultara lo que no necesita veneración. Pero no se cual hechicero llegó de
lejos para quedarse y erigir la desavenencia con la madre tierra. Sus sucias
uñas acabaron sembrando zarzas y malezas en su derredor, al arrancar las gentes
para donde solo por corto tiempo pudieran regresar. Y aún volviendo, su brote fresco
y transparente se volvió prescindible, y su almacén inútil. Testigo mudo del
descuido, su alegría se perdió cuando el óxido carcomió la férrea flauta que
desgranaba notas en el pozo de reflejos de sol. Apenas sobrevive envidiando los
sones del viento entre las arpas aéreas de los vecinos árboles. Querría recobrar
la belleza, perder la afonía, pero su aliento resbalaba sin un mal murmullo
casual…
Despierta, fuente
eterna, hoy es tu día. Mira al azul de nuevo con carita alegre y frente
despejada. Que resople tu gárgola con la fuerza de los mares, para encontrar en
tu mandil las perlas que nunca debieras haber perdido. Que vuelvan las
reverencias y los besos, y las bocas de las barrilas que hinchan las alforjas
de los sedientos labriegos. Que las chispas rutilantes del nocturno se reflejen
en tus lágrimas, porque cuando venga el sol las secarán para siempre: un
caminante se ha sentado en tus brazos para dejar volar la escritura en el
páramo del papel, te ha ofrecido sus manos para vitalicia amistad y ha soñado a
tu lado, contigo. Le he oído prometerte fidelidad en nombre de cuantos te
amaron; prepárate, pronto recobrarás la belleza. Canta, pues, y cuando desees
compañía, mezcla tus versos con los pasos de los viajeros, sólo así sabrán que
no estás dormida. Fuente de la Peña, repararemos tu desidia.
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