Hubo una vez una ley
a la que nadie se dignó poner nombre, y por la que jamás un papel sufrió
borrón, porque tampoco fue escrita. Una ley por todos comprendida y conocida,
aún careciendo de estudios, porque fue dictada por el sentido común
precisamente para la convivencia educando el menos común de los sentidos. Fue enseñada
junto a las primeras razones de forma oral; la mejor forma, queriendo, de
aprender. Estaba basada en las opiniones de todos y en la obediencia a un
líder, en el respeto a las tradiciones, y a la edad como fuente de sabiduría.
Una ley que recogía un conjunto de viejas normas destinadas a un bien definido
grupo, homogéneo y estable, los solteros varones de cada pueblo, “los mozos”,
regidos y representados por un “alcalde” elegido por votaciones, y renovado o
sustituido anualmente por el mismo sistema en base a sus aptitudes.
Mi vecino se llama
Antonio, aunque es muy conocido en la zona por su apodo: “Cristo”. Y
precisamente Antonio Cristo es recordado por largos años de alcalde de los mozos,
y reconocido por su buena gestión al cargo de sus masculinos vasallos. He
recurrido a su estupenda memoria y larga experiencia para conocer mejor las
normas anteriormente señaladas.
Entre montones de
anécdotas, algunas más incontables que otras, (juventud, divino tesoro), situó
su reinado de casi una decena de años entre las décadas 50 y 60, desde su
llegada al pueblo recién licenciado del servicio militar hasta su partida como
emigrante, como muchos otros por aquel tiempo, en busca de futuro. De aquella,
la cifra variable de mozos en Ayoó oscilaba anualmente en torno al centenar,
entre los muchos nuevos que “pagaban la entrada” y los varios matrimonios que
automáticamente causaban baja en el grupo. El día de Todos los Santos era el
elegido para varias curiosas actividades; precisamente, con una comida, se el
daba la bienvenida previo pago de una pequeña cantidad a los adolescentes que
deseaban ingresar en tan solemne grupo. Este 1 de noviembre los mozos también
estaban encargados de encordar para los oficios religiosos, igual que el día de
Ánimas, al día siguiente. Pero más curiosa era la tradición de “sortear las
mozas”. Ya aparecerán voces tildando el acto de machista, y sin embargo nada
más lejos. Por riguroso sorteo se adjudicaba una moza a cada mozo, para que la
acompañara cual caballero, de forma que ninguna, cualquiera que fuese su
condición, quedara excluida ni menospreciada. Había incluso una comisión de
seguimiento para que ningún acompañante hiciera caso omiso de sus deberes, bajo
castigo y multa. Varias parejas nacieron de ésta práctica, porque era
inevitable perder la timidez u otros perjuicios sociales; lo comprenderán mejor
los de cuarentaitantos en adelante, y seguro será complicado hacérselo entender
a los actuales adolescentes.
Por cierto, es
curiosa la fecha del 1 y 2 de noviembre para estas actividades sociales;
recordemos que ya los celtas celebraban solsticios y equinoccios, y sus cuatro
intermedios. Para ellos estos dos días intermedios entre equinoccio de otoño y
solsticio de invierno tenían la categoría de nuestro Año Nuevo, “Samhain”, y
efectivamente los dedicaban a honrar a sus muertos. Por esto cabe preguntarse
si estamos ante una tradición milenaria, un resto de ritos tribales ancestrales
de renovación jerárquica.
O quizás todo sea más
sencillo y natural, como la charla con Antonio, que nos recuerda otra fecha
posterior señalada: 1 de Enero, nuestro Año Nuevo. Por entonces, la víspera, se
volvía a poner en marcha la maquinaria juvenil para limpiar fuentes, pilos y
lavaderos de suciedades y limos. Bajo la batuta del alcalde de los mozos se
distribuían grupos de trabajo para ganarse el derecho de pedir el primer día
del año, casa por casa, el aguinaldo y así celebrar una merecida comida, y cena
si sobraba. Unos días más tarde, en la noche de reyes, y tras no muchos
ensayos, los mozos volvían a reunirse para “cantar los reyes” exclusivamente al
verdadero alcalde, al médico, al cura, al maestro, al secretario y al jefe de
la Hermandad, que eran las autoridades y su propinilla bien sufragaba otra
comida social.
En la Semana Santa
los mozos, haciendo uso de su vitalidad, tenían la misión de hacer sonar las
carracas para avisar de los oficios en los que no se deben tocar las campanas,
los de Viernes y Sábado Santo hasta la Vigilia Pascual, en la que se
representaban las “Tinieblas”. La oscuridad disimulada con las velas se veía
atronada con las mayores carracas porteadas por fornidos mozos desde el
presbiterio. Nos recuerda Antonio que una era tan grande como un “cañizo”,
bastante más de un metro cuadrado, para orientar a quien desconozca esta pieza
del carro. Al finalizar éstos, multitud de carracas contestaban por toda la
iglesia, y el cura, que permanecía sentado, se levantaba y les obsequiaba con
un aplauso, para proseguir con la celebración.
El primero de mayo
llegaría con rapidez. Otra festividad celta, “Beltaine”. Aquí se mezclaba
trabajo y estrategia. Era menester colgar “el mayo”; sí, pero también
quitárselo a los de los pueblos vecinos y evitar que arrebataran el propio.
Total, una noche en vela, con carreras, voces y riñas. En estos días también se
organizaba una comida, que solía ser en el Robedillo, a base de pan y
escabeche, regado con el vino que hiciera falta.
Para las fiestas
patronales los mozos estaban encargados, y de hecho lo siguen estando, de la
contratación de músicos que amenicen bailes y pasacalles. Nunca hicieron falta
demasiados, apenas una dulzaina y una caja, para animar las largas veladas en
Can Redondo. Bailes obligatorios de las bodas, en las que el novio invitaba a
sus amigos mozos y la novia a las propias mozas. Así la fiesta estaba servida.
Antonio también nos habla de la tradición del rosco, entregado por la madrina
de la boda a los mozos para su exhibición y degustación. Pero había cierta
“propiedad” de la novia por parte de la comunidad soltera masculina. Si el
novio era de otro pueblo no se la podía “llevar” gratuitamente. El alcalde
mandaba reunir a los mozos para pedirle “el piso”, una compensación monetaria
por la “pérdida” de la moza. Las negaciones solían acabar en seria bronca, con
desenlace siempre a favor de los mozos, por supuesto.
Este es otro artículo
de los que no me apetece terminar, porque me ha llevado en volandas a tiempos
pasados vividos con intensidad. Recuerdo mi ingreso, junto a un par de amigos,
en los mozos de mi pueblo, Calzada de la Valdería. Era, y yo así lo recuerdo,
como hacerse mayor de repente, de un día para otro. Pero dejar la niñez atrás
no tenía que ser gratuito, conllevaba una serie de beneficios aunque también de
obligaciones. Por ejemplo, eran voluntarios forzosos para acarrear la leña con
que calentar, un poco más, la serie de fiestas o noches de reunión que hicieran
falta. Voluntarios para recados, para soportar bromas… voluntarios para merecer
el honor de respetar y hacer respetar el buen nombre del pueblo. Del pino
conocemos la piña; con los mozos la pudimos sentir, al ser aceptados sin
requisitos entre la élite de la sociedad que nos tocó vivir. Es una pena, pero
bien está lo que bien acaba, aunque esto hayan sido los mozos, su alcalde y su
ley. Gracias, Antonio; tu testimonio ha dignificado un poco más la historia de
nuestros pueblos.
CASPITA !! RECORCHOLIS !! QUE RECUERDOS HERMANO. ERAN OTOS AÑOS Y NOS CONTENTABAMOS CON IR A LA CASA EL CURA A CENAR UNAS PATATAS CON BACALAO TAN PICANTES, QUE ERAN INCOMIBLES. Y ES VERDAD QUE TE HACIAS MAYOR EN UNA NOCHE.QUE TIEMPOS.........
ResponderEliminarMuy bonito el articulo Joaquin. Como siempre. Un abrazo. Paulina
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