En la calle, ocho y
algo de la tarde, recién terminada una tarea sabática que ha tenido poco de
descanso y mucho de entretenida; un coche se detiene a mi lado para rematar aún
mejor si cabe el rato, presentándose una combinación de tres estupendos
ingredientes: un amigo, una foto y una pregunta. El amigo, Javi; la foto, una
ampliación plastificada, y la pregunta: ¿Dónde es esto?
Javi Lorenzo es el
vigilante de los campamentos de Petavonium; la fotografía la había comprado
hace tiempo en un mercadillo, junto con otras también antiguas, y la pregunta
vino porque detrás, escrito a bolígrafo, tiene tres letras mayúsculas: AYO. Creo
que mi cansada cara se iluminó:
-¡Es el pilo de Ayoó,
el de la Iglesia!, en una foto muy antigua, me encanta. ¿Me la dejas para escanearla?
-No, te la regalo.
Es difícil de agradecer
semejante obsequio por quienes apreciamos de verdad la antropología, y en una
simple imagen, o en cualquier chisme, redescubrimos nuestras raíces culturales dormidas,
esas que negamos olvidar. En esta foto, sin conocer el nombre del autor ni la
fecha, vemos al menos 15 señoras lavando, con sus herradas y talegas de mimbre
al lado. Ya se aprecia la zona de lavado y zona de aclarado, como las vemos
actualmente. De seguir fijándonos, es a media mañana, y en un día de invierno,
simplemente por la sombra que proyecta el muro delantero de hormigón. Vemos
también que prácticamente todas llevan el pañuelo negro en la cabeza recogiendo el pelo, una costumbre muy típica de la zona, perdida en la última
media centuria.
Preguntando a
nuestros mayores por la posible época de la fotografía me han llevado a los
años de la primigenia fontana romana, en la que posteriormente se elevó su
manantial en artística simetría de cuarzo en cuatro caños que tanto marcó el
concepto de fuente del pilo para los actuales menos jóvenes ayoínos. El pilo
por aquel entonces no era más que una concha de hormigón para preservar la
limpieza del agua, en la que para lavar había que arrodillarse en una “banca”
de madera, o directamente en el suelo, encima de una piedra.
Sobre los lavaderos
comunales, sitos al lado de pozos, fuentes, o corrientes de agua, pende lo que
me parece un insultante tópico; una verdad sacada de contexto hasta convertirla
en una broma de pésimo gusto hacia la mujer, hacendosa por obligación. Se dice
que allí iban “a lavar los trapos sucios”. Que eran trapos no hay duda, ásperos
paños de lana y lino en su mayor parte, indomables antagónicos de las
agradables y suaves fibras textiles actuales. Estaban sucios porque el sustento
venía de la ganadería y de la agricultura, y de la extensa prole que
abarrotaban todas y cada una de las viviendas en aquella época. Y lo de lavar
es obvio, era motivo de honra para una mujer ver a su familia aseada y limpia,
aunque la ropa fuera un expositor de remiendos. Pero lo que no se dice es que
se dejaron las uñas a fuerza de frotar, y destrozaron las rodillas y la espalda
por tan incómoda postura y tantas horas, robadas en su mayor parte al merecido descanso.
Un desagradecido trabajo que nadie le eligió, y ninguna de ellas dejó de hacer
hasta que la edad se lo prohibió.
Que hablaban,
criticaban o murmuraban… pues claro que si; y qué se le podría exigir a
quienes apenas aprendieron a leer y escribir para dedicarse a tiempo completo los
365 días del año a las tareas del hogar, a los hijos, y por si fuera poco, a
complementar las de la agricultura y ganadería que los hombres no alcanzaban a
terminar. Los temas de conversación versaban sobre las cosas habituales, entre ellas
el estado de las personas del pueblo, para bien, o para mal. Sobre este tema
hay que destacar el grado de implicación general a la hora de solucionar un
problema particular; si un vecino se veía necesitado, toda la comunidad
encontraría la forma de echarle una mano, y muchas iniciativas, por no decir
casi todas, partían de estas reuniones. ¿Trapos sucios?, si, y desinteresadamente
siempre fueron bien lavados, valga la expresión.
Y ya puestos, tampoco
me parece acertado llamarle a este grupo “red social”, ya que estos grupos adictivos
y fantasiosos actuales nada tienen que ver con las conversaciones de unas
mujeres que acudían donde había agua simplemente a lavar la ropa, algo que no
podían hacer en casa. De hecho, al hacer la red de abastecimiento, e instalar
las lavadoras, esta “red social” murió.
Se trató últimamente
de rememorar aquellos años en el pueblo, a través de la televisión regional (1),
y es solo mi opinión cuando creo que no se le dio un enfoque adecuado: un digno
homenaje a la mujer rural, trabajadora, resignada, laboriosa, increíblemente
administradora de unos hogares en los que entraba poco y debía salir más. Nunca
hubo frío suficiente, ni calor abrasador para contenerlas, nunca bastante dolor
o sobrados inconvenientes para hacerlas abdicar en sus propósitos; siempre
supieron salir adelante con prudencia y dignidad.
Un último vistazo al
texto antes de publicarlo, y veo que queda por decir que la foto es en blanco y
negro; pero también es fácil de encontrar otros matices menos destacados, y que
lucen mucho más, como son el orgullo y la gratitud.
Mis respetos, Señoras.
¡¡¡hala.... qué preciosa foto, me encanta!!!!
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