El nieto Jacinto:
Se dice que “la
necesidad agudiza el ingenio”. La falta de recursos muchas veces no impide
alcanzar un propósito brillante si se dispone de tiempo, maña, inteligencia… e
ilusión. Cuando todo esto se mezcla, nace la ingeniería y sus hijos ingenieros,
un concepto mal entendido porque quizás lo relacionemos con estudios
superiores, que también, pero es que demasiadas cosas se han hecho sin saber
leer ni escribir, simplemente observando, analizando y mejorando. Puro ingenio,
y… demasiada necesidad.
Cándido Ballesteros
Delgado nació a finales del siglo XIX, en Carracedo de Vidriales. Seguramente, lo que
hoy conocemos por miseria fuera todo un lujo para aquellas pobres gentes que
únicamente tenían “la calle pa correr”. Una calle embarrada, claro está, y unas
casas sin la más elemental comodidad; la electricidad, el gas, los motores, los
medios de comunicación, la conservación de los alimentos… eran parte de un
futuro imaginario, inalcanzable. Unas gentes que vivían de una agricultura, una
ganadería, y un comercio ancestrales. Viñas, linares, semilleros… cabras, ovejas,
vacas, caballos, mulas, burros… y mercadería relacionada con éstas actividades
era todo el sustento que cada familia tenía para pasar el año, y para dejar
pasar la vida.
Cándido padeció esta
miseria y no se resignó a sufrirla, al contrario, su ingenio innato se lo
impedía y además con un increíble sentido del humor. Incapaz de estar quieto,
recorría cercanos y no tan cercanos mercados en busca de un extra con el que
agasajar a su prole, que llegó a ser de 5 hijos de dos esposas. La muerte de su
primera mujer lo dejó solo al poco de nacer su primogénita, allá por el año
1906. Por cierto, Elvira, que así se llamaba la niña, (“la ti Elvira”) falleció
en Cubo de Benavente a los 104 años de edad.
Cándido mercaba en las
ferias de Santibáñez y Rosinos de Vidriales, la Bañeza, la Carballeda, el
Puente de Sanabria, o Villar del Monte, entre otras, era asiduo por el tiempo
de los ajos, con los que pregonaba (con cántico incluido) que eran buenos para
“la reuma, el mal de asma, la disipela, el dolor de muelas, amortajar suegras…
y hasta pa enamorar…” (no sería por el aliento durante los besos).
Quizás en alguno de
éstos viajes conociera quien le enseñó el arte de la fundición de metales. Y a
la par de los ajos comenzó a comercializar otro producto mucho más rentable: la
plata, lo que le valió de mote de “el arillero”. Fabricaba y vendía anillos
(también llamados arillos), cruces, pendientes y medallas para fiestas o
diario, y complementos de trajes regionales, como botonaduras, amuletos,
patenas, relicarios, bollagras, alconciles, dijes … También soldaba gafas,
reparaba candiles y faroles, cualquier máquina, y hacía coronas para imágenes
marianas. Y por si fuera poco les hacía a las niñas los agujeros en las orejas,
una costumbre poco menos que obligatoria en aquel tiempo, a la par de venderle
los pendientes.
Un negocio rentable
que no pasó desapercibido para los amigos de lo ajeno. Y así un día en “el
raso” de Castrocalbón unos ladrones le salieron al paso y le robaron entre
material y dinero 85 duros de plata. La ruina, y vuelta a empezar. Solo que
comenzó a viajar y a enseñarle el oficio a su sobrino José María, a la vez de
su espíritu divertido, fundamental para cerrar ventas con eficacia y rapidez.
En cierta ocasión se pusieron ambos a vociferar en el mercado que vendían a “la
madre y a los hijos”. Algún escandalizado comprador avisó a la pareja de la guardia
civil, que se personó a la carrera para detener aquella barbaridad. Cual no sería
la sorpresa cuando efectivamente vendían una madre y sus hijos: una coneja y su
camada, metidos en una caja y tapados con una manta para terminar de hacer la
gracia.
La picaresca, siempre
presente en el mundillo del mercado, tenía como expertos a éste par de
vidrialeses; cuentan por el pueblo aquella vez que se dedicaron a probar
escabeche por los puestos, según ellos para comprar gran cantidad, cuando lo
único que hacían era quitar el hambre sin gastar un céntimo. Pero no todo eran
buenos ratos; una vez José María, al hacerle los agujeros en las orejas de una
niña sentada en su regazo, víctima de los nervios y el dolor, se le cagó
encima. El lío comenzó cuando llamó a la criatura “hija de moza”. Aquello acabó
en desbandada.
En casa de su nieto
Jacinto Álvarez Ballesteros, bajo la ripia de un vetusto tejado y esparcidos
sin orden ni compostura se encuentran todavía muchas de las herramientas del
mañoso Cándido. Algunas incomprensibles, como para estirar metal, otras más conocidas,
como estampas, prensas, fuelles… Dejó el antiguo taller en la plaza de
Carracedo, se mudó a esta casa, y con él vinieron sus bártulos, hoy
herrumbrosos y polvorientos. Entre todo también está el sello de su negocio,
“la patente”, como dice Jacinto. Perfectamente legible y adornado dice:
“PLATERIA METALURGICA DE CANDIDO BALLESTERO EL VIDRIALES (CARRACEDO”
Las aventuras de
Cándido “el arillero” y su sobrino José María bien merecen algo más en éste
pequeño artículo; pero el espacio apremia y debo dejar sitio para otro de sus
muchísimos ingenios. Jacinto ha querido darme algo de la herencia de su abuelo,
una máquina, con mi firme promesa de cuidarla y preservarla de su destrozo. Un
aparato de madera y metal totalmente fabricado por él, sin duda porque su ritmo
de vida estaba por encima de la espera por el viento. Las semillas que
cosechaba (lino, alfalfa, nabos, etc), para su venta o almacenamiento debían
limpiarse de pajas e impurezas. Tradicionalmente se aventaban sobre una manta,
un día de viento moderado. Él tenía demasiadas cosas en la cabeza como para
esperar el día indicado, así que aprovechando varias cajas de pescado, algunas
piezas de madera y de hierro, construyó su propia aventadora. Simplemente es
una maravilla.
Mide aproximadamente
1 metro de alta, por 0,57 m. de larga, por 0,52 m. de ancha. La tolva es
desmontable, para acceder al interior en caso de atasco, avería o limpieza. La
criba se puede sustituir, para distintos diámetros de semillas, aunque de haber
otras están desaparecidas. Una manivela acciona las aspas del ventilador,
también de madera, y la excéntrica del soporte de la criba. Y pese al liviano
peso del conjunto, el perfeccionista de Cándido también le puso ruedas para el
transporte. Por cierto, unas ruedas que están gastadas, lo que indica el mucho
uso que hizo de su máquina. Y sabiendo que esto iba a ser así, también dejó una
rueda de repuesto, para solo perder tiempo en sustituirla en caso de rotura.
La máquina está
relativamente bien de salud, apenas he tenido que cambiar parte de un eje,
tratar contra los xilófagos… y guardar como oro en paño. Gracias, Cándido, por
tu historia; gracias Jacinto, por tu regalo. Forma ya parte de una futura
exposición.
Vídeo de funcionamiento:
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