Quizás
por el distinto tamaño de las sepulturas, en los cementerios suele haber una
zona determinada para enterrar a los niños. En el cementerio de Carracedo era
el rincón más sucio y desordenado, totalmente abandonado, por suerte, por lo
que varios vecinos decidieron igualarlo y cubrirlo con una capa de hormigón. En
las labores de limpieza encontraron una antigua cruz de hierro, de las que se
colocaban en la cabecera de las tumbas. Con la proliferación de panteones y
nichos, estas cruces se vieron desplazadas a una orilla, o directamente a la
chatarra. Agustín Del Prado, uno de los trabajadores voluntarios, se llevó la
cruz a casa, la limpió, restauró, pintó, y la devolvió al cementerio,
plantándola en la losa de hormigón que hace a modo de gran panteón común para
respetar donde algún día hubo entierros infantiles. Hasta ahí todo perfecto.
Pero a la cruz, en el espacio para escribir el nombre y edad del fallecido, le
añadió un extraño epitafio, un texto en latín y castellano, de Marco Tulio
Cicerón: La ley innata. Primero confundido, y después curioso, busqué a Agustín
y le pregunté el porqué de aquel escrito. Me contestó que era algo que le
gustaba y era para libre interpretación. Posiblemente nadie en Carracedo se
haya parado a leer con detenimiento y meditar su contenido, y los que lo
hayamos hecho, no estemos preparados para ello. Razonar a cerca de la ley
innata, o la ley natural, es complicado por nuestra tendencia a simplificar y
resumir. Y es que la presunta inamovible ley ha cambiado tanto como nosotros, la
sociedad humana que la interpreta. Superficialmente, podríamos decir que el
planteamiento es impecable, pues afecta a todos por igual, sin distinciones de
edad, raza, religión, sexo…, y establece conductas correctas para alcanzar el
bien común de acuerdo con la naturaleza. Y que también es tan extensa que
incluye aspectos comunes con otros seres vivos, como el cuidado de los hijos,
de la salud y de la propia vida. Para Cicerón, modelo de hombre culto, extremadamente
elocuente, elegante y humano, brillante orador, siempre preocupado por usar
términos y expresiones que fomentaran la perfección en el arte de hablar, (murió el 7 de diciembre del año 43
a . C.), la ley natural era “una
ley verdadera, la recta razón inscripta en todos los corazones, inmutable,
eterna, que llama a los hombres al bien por medio de sus mandamientos y los
aleja del mal por sus amenazas; pero ya sea que ordene o que prohíba, nunca se
dirige en vano a los buenos ni deja de atemorizar a los malos. No se puede
alterarla por otras leyes, ni derogar algunos de sus preceptos, ni abrogarla
por entero; ni el Senado ni el pueblo pueden liberarnos de su imperio; no
necesita intérprete que la explique; es la misma en Roma que en Atenas, la
misma hoy que mañana y siempre una misma ley inmutable y eterna que rige a la
vez a todos los pueblos y en todos los tiempos. El universo entero está
sometido a un solo amo, a un solo rey supremo, al Dios todopoderoso que ha
concebido, meditado y sancionado esta ley; desconocerla es huirse a sí mismo,
renegar de su naturaleza y por ello mismo, padecer los castigos más crueles,
aunque se escapara a los suplicios impuestos por los hombres" (Del
"Tratado de la República"). Esta ley natural e innata, dictada por la
misma naturaleza para hacer más llevadera la vida de sus miembros, preside éste
pequeño recinto de tristeza y muerte, y además donde los niños, que ni
entienden de leyes, dioses, bien ni mal, terminaron su corta existencia. Éste
epitafio obliga a una profunda reflexión, en un mundo desnaturalizado, con una
sociedad desigual, donde algunos no ven que hacer con la riqueza y otros no
saben que hacer con el hambre, un mundo en el que el odio es infinitamente más
abundante que el amor y el respeto, en el que todos sin excepción tarde o
temprano acabaremos en un lugar así o peor… ¿no será, amigo Agustín, que quien
haya fallecido sea tu ley innata antes de haber alcanzado la pubertad? ¡Que difícil
puede ser la libre interpretación!.
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