Todos
los años, a primeros de mayo, los ayoínos recibimos con ilusión la visita de
San Mamés. Salimos a buscarlo en solemne procesión, y al encuentro se le canta,
en su presencia se bendicen los campos, y de vuelta a la iglesia comienza el
rezo de una novena. Tras éstos días en el pueblo lo devolvemos a su morada, la
ermita, donde nos esperará cada domingo para visita y rosario, y el 7 de agosto
para la fiesta grande.
Cuenta la historia que San Mamés nació hacia el año 259, de una mujer encarcelada por ser cristiana, Rufina (Santa Rufina), que murió poco después del parto. Del niño huérfano pidió hacerse cargo una noble patricia, Ammia (Santa Ammia), y le dio el nombre de lo que quizás más necesitara la criatura, amamantar, (otras fuentes lo relacionan con mamá). Ammia murió cuando Mamés tenía 15 años, y le dejó su rica herencia, que el adolescente repartió entre los pobres. Perseguido también por cristiano, huyó y se dedicó en las montañas al pastoreo, hasta que fue atrapado, conducido al circo y arrojado a los leones. Dicen que lejos de devorarlo, lamían sus heridas, hasta que un enfurecido verdugo clavó un tridente en el vientre del santo, que murió poco tiempo después en una cueva.
Nuestro San Mamés es una talla sencilla, que extrañamente porta en la cabeza una corona dorada. Una cacha en su mano derecha y una oveja a los pies son atributos que recuerdan su oficio de pastor, con gran tradición en nuestro pueblo. La capa se asemeja a las de pardo, que se usaban para protegerse del frío, y el libro de su mano izquierda me trae de la memoria esa imagen del pastor o pastora entretenidos, con la lectura, el punto o ganchillo, y más recientemente con la radio, mientras observan su ganado.
Esto, básicamente, es la tradición, la historia y nuestra imagen; permitidme añadir otra historia distinta, de las que como saben que me gustan me cuentan, y aunque no sean más que pura fantasía, relato con el mayor de los respetos. Pues sucedió que en un pueblo de cuyo nombre suelo acordarme, una mujer dio a luz un niño, y después de darle la teta, como dicen por allí, lo acostó en su cunita para volver sus quehaceres. Al rato, acudió al dormitorio a ver a su hijo, y gritó, y lloró, al ver la cuna vacía; nadie excepto ella estaba en la casa… ¡le habían robado el niño!. El pueblo alertado decidió salir a buscar al ladrón, y partió en todas direcciones, hasta que un grupo encontró al recién nacido solo y dormidito debajo de un roble, en la ladera de un monte cercano. Lo llevaron de nuevo con la madre, que lo abrazó y besó y por el susto el resto del día no se separó de la vera de su cuna.
Al día siguiente le volvió a dar el pecho, y lo acostó para su reposo. Y otra vez, en cuanto la madre abandonó la habitación, el niño desapareció. Salieron de nuevo a buscarlo, y lo encontraron sano y dormido en el mismo lugar, algo que sucedió desde entonces, era darle de mamar, dejarlo solo y el niño milagrosamente aparecía en el monte, a donde la madre, ya sin avisar a nadie, iba por su hijo para volver a casa. A las dos semanas, llegó el momento de bautizarlo, y le pusieron de nombre Mamés, porque los ojitos de este niño parecían decir “- Ya mamé, y vuelvo a la sombra del roble”. Y en aquel lugar la gente del pueblo levantó un edificio, para que por lo menos el niño no tuviera frío mientras llegaba la madre.
Cuenta la historia que San Mamés nació hacia el año 259, de una mujer encarcelada por ser cristiana, Rufina (Santa Rufina), que murió poco después del parto. Del niño huérfano pidió hacerse cargo una noble patricia, Ammia (Santa Ammia), y le dio el nombre de lo que quizás más necesitara la criatura, amamantar, (otras fuentes lo relacionan con mamá). Ammia murió cuando Mamés tenía 15 años, y le dejó su rica herencia, que el adolescente repartió entre los pobres. Perseguido también por cristiano, huyó y se dedicó en las montañas al pastoreo, hasta que fue atrapado, conducido al circo y arrojado a los leones. Dicen que lejos de devorarlo, lamían sus heridas, hasta que un enfurecido verdugo clavó un tridente en el vientre del santo, que murió poco tiempo después en una cueva.
Nuestro San Mamés es una talla sencilla, que extrañamente porta en la cabeza una corona dorada. Una cacha en su mano derecha y una oveja a los pies son atributos que recuerdan su oficio de pastor, con gran tradición en nuestro pueblo. La capa se asemeja a las de pardo, que se usaban para protegerse del frío, y el libro de su mano izquierda me trae de la memoria esa imagen del pastor o pastora entretenidos, con la lectura, el punto o ganchillo, y más recientemente con la radio, mientras observan su ganado.
Esto, básicamente, es la tradición, la historia y nuestra imagen; permitidme añadir otra historia distinta, de las que como saben que me gustan me cuentan, y aunque no sean más que pura fantasía, relato con el mayor de los respetos. Pues sucedió que en un pueblo de cuyo nombre suelo acordarme, una mujer dio a luz un niño, y después de darle la teta, como dicen por allí, lo acostó en su cunita para volver sus quehaceres. Al rato, acudió al dormitorio a ver a su hijo, y gritó, y lloró, al ver la cuna vacía; nadie excepto ella estaba en la casa… ¡le habían robado el niño!. El pueblo alertado decidió salir a buscar al ladrón, y partió en todas direcciones, hasta que un grupo encontró al recién nacido solo y dormidito debajo de un roble, en la ladera de un monte cercano. Lo llevaron de nuevo con la madre, que lo abrazó y besó y por el susto el resto del día no se separó de la vera de su cuna.
Al día siguiente le volvió a dar el pecho, y lo acostó para su reposo. Y otra vez, en cuanto la madre abandonó la habitación, el niño desapareció. Salieron de nuevo a buscarlo, y lo encontraron sano y dormido en el mismo lugar, algo que sucedió desde entonces, era darle de mamar, dejarlo solo y el niño milagrosamente aparecía en el monte, a donde la madre, ya sin avisar a nadie, iba por su hijo para volver a casa. A las dos semanas, llegó el momento de bautizarlo, y le pusieron de nombre Mamés, porque los ojitos de este niño parecían decir “- Ya mamé, y vuelvo a la sombra del roble”. Y en aquel lugar la gente del pueblo levantó un edificio, para que por lo menos el niño no tuviera frío mientras llegaba la madre.
Hoy dicen que aquello es una ermita.
Desde luego, imaginación no te falta. Nunca se me hubiese ocurrido comparar la capa de san Mamés con las de pardo (ni se me parece). En cuanto al libro, se le suele poner a los santos predicadores, por lo que puede hacer referencia al anuncio que él hizo del Evangelio. La corona es sin duda un añadido, sin pensar en más significados, por algún "devoto" que quiso ensalzarlo o lo vió así mucho "más bonito". Sea como sea, Ayoó le tiene devoción a san Mamés más allá de lo que pueda reprensentar la iconografía de su imagen.
ResponderEliminarUn saludo
Miguel
Gracias, Miguel, por tus puntualizaciones. La capa, (de color pardo), y el libro, solo pretendía relacionarlos con el oficio del pastoreo, tan noble y digno como el que más, y con la posible relación de un santo pastor con un pueblo con importante tradición ganadera. Yo de iconografía entiendo poco, como casi de todo. Gracias por tu comentario.
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