No me
gusta el verano. Me parece que tiene demasiado de todo: demasiado calor,
demasiado sudor, demasiadas fiestas, demasiado cortas las noches, demasiada
gente…, demasiada luz diurna que paradójicamente hace escaso el tiempo para
tantos proyectos. Esta adversidad da fe del veterano refrán: “no hay mal que
por bien no venga”, y así al verano tengo que agradecerle demasiadas siestas, para
mi el mejor y más económico invento de la humanidad. Será que soy de agobio
fácil, porque ésta es la estación del año más intensa y que menos me agrada, y
prefiero celebrar este pasado solsticio no como principio de verano, si no como
final de primavera, para su homenaje y veneración. No en vano nací a primeros
de mayo, y suelo presumir jocosamente de mi mes de las flores, el que media el
trimestre primaveral. La primavera es vida, frescura, hasta el firmamento
parece detenerse para contemplarla (curioso efecto astronómico) y el sol
pospone irse y madruga como quien disfruta y aprovecha una propicia ocasión. El
día 21 hubo quien dijo… ¡hola verano!; yo he pensado… ¡hasta pronto, primavera!
No quiero que esta noche agradable se palpe despedida, si no un acto de
gratitud y ofrenda. Alrededor de una hoguera hemos sentido la magia del
momento, y el valor y el sabor de la amistad. Saltar, cantar, bailar, reír…, estos
son nuestros espontáneos halagos, poco más sabríamos hacer para tan seductora
velada.
Eso no lo hacéis serenos . Pa mi que habéis chupao un poco de vino, y espero que fuera vino y no otras cosas....genial. Menuda panda. Un abrazo a todos-as.
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