eltijoaquin@hotmail.com - facebook.com/El Ti Joaquin

viernes, 7 de diciembre de 2012

La dormida jaula del niño


La niñez es una etapa imprescindible para llegar a la madurez. Esto que parece una tontería, es conveniente recordarlo cuando hablamos de los niños, y de su personalidad en constante cambio y transformación, porque en ellos veremos lo que fuimos, en términos generales, con diferencias cuantitativas, pero no cualitativas. Los niños son egoístas por naturaleza, y posesivos, acapararán para si lo material y lo intangible, hasta que aprendan y comprendan voluntariamente criterios como la propiedad de las cosas, o que hay que dar para poder recibir. Y también son innatos aprendices, el mundo que los rodea es demasiado grande y atractivo como para quedarse quieto o sentado. 

Los niños de hoy viven esta etapa de forma muy diferente a como transcurrió la niñez de los de mi edad, y nosotros fuimos privilegiados respecto a nuestros padres o abuelos, y así sucesivamente; no hay más que ver lo que tienen hoy los más pequeños y lo que no tuvimos nosotros. La falta de juguetes la suplimos con imaginación, con mucha energía, con las manos, tierra, agua, maderas…, con cualquier cosa que hacía las veces de otra, y si no… pues daba igual, porque a todos nos daba igual con tal de estar juntos y jugar. Juntos aprendimos a montar en bici, a nadar y bucear, a fabricar cañas y pescar, a construir “estiradores” (tirachinas) y disparar piedras con atino, a distinguir plantas perjudiciales, como las ortigas, de las beneficiosas y sus partes comestibles, como acedas, moras, ruchos de zarza o de vid, “chupas” de jara o madreselva, frutos de malva y un largo etcétera que algún día recordaremos con fotos. Juntos saltamos a la comba, al “burro” o al “cabezote”; corrimos a “pillar”, al “pañuelo” o al escondite, o nos esmeramos en juegos de precisión, como las canicas, las “carpetas”, la peonza o las “cincas”, juegos que funcionaban con una sola pila, una pila de niños ávidos de diversión. Por cierto, para tanta experiencia y actividad, raramente nos acompañó un adulto, y los monitores ni se habían inventado, ni hubieran hecho falta. Pero nuestros juguetes favoritos eran crueles, hoy me doy cuenta. A la audacia del aprendiz se sumaba el egoísmo del cazador y el orgullo de mostrar su presa. Recuerdo las cajas de cartón o las latas de conservas con los botines de una salida a la conquista de los alrededores del pueblo. Pájaros, ranas, peces, grillos, lagartijas, saltamontes, “melucas”, hormigas… eso y los bolsillos llenos de manzanas, peras, ciruelas…, que aquel “ejército” de chavales no podía descuidar el aprovisionamiento. Por cierto, los inocentes e indefensos animalillos “rehenes” morían a las pocas horas agitados, manoseados, asfixiados o en la boca de nuestra mascota, que solía ser más lista que nosotros. 

El otro día sucedió algo que me hizo recordar estas cosas de niño, y abrir otra vez la jaula atrancada por los años. Un pájaro chocó contra el cristal de una ventana interior, y cayó al patio, por suerte a mi lado. En cuestión de décimas de segundo el gato se le echó encima y todavía no sé como se lo quité de la boca antes de que le hincara el diente. Los dos se quedaron asustados, el uno porque le quité entre voces su festín, y el otro porque a las fauces del gato y a las voces había que añadirle el golpe contra el cristal. Pero estaba vivo, alterado, dolorido, pero vivo. Era como un “pardal” (gorrión) muy grande, aunque el pico era demasiado largo y el pecho mucho más bonito. De haberlo soltado hubiese caído otra vez, y mi gato, o el de los vecinos le “hubiesen cantado las diez de últimas”, así que lo metimos en una jaula, emulando aquellos años de niñez, aunque en lugar de correr a enseñarlo o tocarlo para examinarlo lo dejamos reponerse y descansar en un lugar tranquilo. 

Al cabo de unas horas volvimos y comprobamos cómo estaba “listo”, restablecido, nervioso tras las rejas, y tras robarle unas fotos de rigor, lo soltamos lejos de depredadores, por si las moscas. Voló rápido, a una rama cercana, donde reposó unos segundos; luego se perdió entre las casas, ojalá le vaya bien. Por la noche, una guía de campo nos llevó a conocer la especie, era un ejemplar de Bisbita Común, come insectos e invertebrados pequeños y se puede ver en cualquier punto de nuestra geografía en los inviernos. Aunque reconozco que de haber sido un “pardal”, no habría sido tan benevolente con la visita, ni tan injusto con mi gato; el dormido sentimiento de niño no se habría despabilado y este artículo seguiría pendiente. Como el Bisbita libre, tras estos gratos recuerdos, también respiro feliz



No hay comentarios:

Publicar un comentario